Releo Lihn. Ensayos biográficos, publicado por UDP, de Chile. En un pasaje, Roberto Merino transcribe de La danza de la realidad, las memorias de Alejandro Jodorowsky, un fragmento impecable sobre el estilo urbano de Enrique Lihn, en ese entonces un adolescente: “Alguien me dio su dirección y, tarde en la noche, lo fui a buscar a su casa (…) Me miró desde una profunda lejanía (…) ‘¿Quién eres? (…) Toma este sombrero y este bastón y vamos a caminar’ (…) Avanzamos por las avenidas hablando de mil temas. Fuimos a dar frente a un árbol. Sin ponernos de acuerdo nos trepamos para sentarnos en una rama y allí, como dos enormes búhos, continuamos hasta el alba”. El libro de Merino –discreto y perfecto a la vez– da cuenta de innumerables escenas de ese tipo, en todas las situaciones imaginables: bajo el modo de chaplinescas escenas de golpes de puño, de mudanzas, de abandonos sentimentales, de odios perdurables. Merino –maestro en el arte de la crónica urbana– sitúa a Linh con el fondo escenográfico de la ciudad y con la caminata como medio de transporte ideal (con la excepción de cuando describe a Lihn al mando de un Austin Mini, con el que choca una y otra vez). Nombres de calles, de barrios, de cafés, la amistad literaria aparece como básicamente citadina, como un modo del andar por la ciudad.
En El arte de la fuga –publicado por Era en México, que compré en la vieja Gandhi de la calle Montevideo en algún momento de fines de los 80–, Sergio Pitol incluye un texto a la altura del de Merino, llamado Con Monsiváis, el joven. El comienzo ya marca el tono: “Un día de 1957. Espero a Monsiváis en el Kikos de la Avenida Juárez, frente al Caballito”. Así arranca una larga semblanza de Monsiváis (“Mi más entrañable amigo”) que en verdad es una insuperable crónica de la vida intelectual mexicana de fines de los años 50 y principios de los 60, marcada por el callejear, el ir de un lugar a otro, e incluso por un pensamiento que suponía que la excesiva influencia de la calle era perjudicial para el trabajo intelectual: “Insistíamos con todas nuestras fuerzas para que el estruendo de la calle no agobiara nuestras lecturas, y que en el caso de incidir en nuestras conversaciones, no las abrumara ni empobreciera en demasía. Íbamos a los cines clubs de siempre, a los cafés, al teatro, nos visitábamos con igual o mayor frecuencia, conversábamos sobre todo tema posible; en especial, sobre literatura”.
Los recuerdos de Jodorowsky sobre Lihn y los de Pitol sobre Monsiváis tienen otro punto en común: la juventud. ¿Será la conversación intelectual, el descubrimiento, la deriva y la caminata compartida el modo juvenil de hacerse de la ciudad? No lo sé. Al contrario, Merino da una hermosa descripción de Lihn, de un Lihn ya adulto: “Como si dispusiera de extensas brechas de tiempo entre sus actividades diarias, con él se podía fatigar las calles de la ciudad sin preocuparse por el destino inmediato. Lograba que las caminatas de a dos se convirtieran en una fluida sincronía temática, y a menudo lanzaba observaciones sobre cualquier cosa: una estatua, un caserón, el título de uno de los diarios de un quiosco, la cara de una persona”.
“Soy un hombre de cierta edad”. Así comienza Bartleby, frase que bien vale para mí. No obstante, todavía me entrego a conversar caminando por la ciudad con amigos, o con ella.