El juicio por la obra pública en los gobiernos kirchneristas y la exposición del fiscal Luciani, que duró toda esta semana, han provocado una ola de reflexiones de diverso tipo. En esta nota aludimos a algunas de ellas.
La primera tiene que ver con la impunidad. ¿Si alguien está convencido de un conjunto de mitos, queda por eso autorizado a hacer cualquier cosa, sin que nadie lo pueda juzgar? Si un militante del Estado Islámico, que reza varias veces al día, quiere dar la vida por Alá, mata a decenas de personas en un centro comercial porque no son creyentes, ¿debe quedar en libertad porque no hay que judicializar la lucha política y religiosa? ¿Pasa lo mismo con el devoto que intentó matar al escritor Salman Rushdie, en vez de ser detenido, no debería ser condecorado por la pureza de sus convicciones?
Tal vez eso funcione en Irán, pero en las democracias occidentales hay algo distinto de la fe, que puede llevar a la cárcel a un santo como ése. La ley establece que matar a otro es un delito. Al que mata se lo enjuicia y termina preso, aunque al mismo tiempo pueda llegar al cielo con su crimen.
La ley establece que es un delito apropiarse de los bienes del Estado o los de otros ciudadanos, y secuestrar para pedir un rescate. En una situación normal robar es un delito. Cuando la apropiación de los bienes ocurre durante una guerra, los combatientes creen que hacerlo es su derecho. Los palacios y museos de muchos países están llenos de objetos robados a quienes vencieron.
No tiene sentido acumular una fortuna descomunal para enterrarla
En la etapa final de la Guerra Fría, los combatientes revolucionarios decían que cuando asaltaban a los ricos, no cometían ningún delito porque recuperaban los bienes para el pueblo, para financiar su lucha en contra del capitalismo y en favor de la humanidad. Teóricamente lo hacían para eso, conseguían riqueza para usarla con un fin determinado. Si una militante hubiese usado esa plata para coleccionar joyas y carteras de marca, habría sido ejecutada de inmediato por reaccionaria. Eran las reglas de la época.
La edad de las ideologías acabó. Actualmente compran armas los narcotraficantes y no hay guerrilleros. Los militantes de izquierda luchan con sus ideas. La corrupción se ha instalado en amplios sectores del poder y muchos políticos usan el tema para combatir a sus adversarios. Casi todos acusan a los demás de corruptos.
A veces parece que la acusación tiene fundamento, en otras ocasiones suena a infamia, pero el libelo, de tanto repetirse, terminó con la confianza de los ciudadanos en los partidos, la política y el Estado. Es una de las causas del auge de la antipolitica.
Hay en América Latina dos casos de cleptocracia demostrada. Uno es el gobierno estrafalario de la vicepresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo, quien repartió las empresas estatales entre sus hijos y ahora persigue con sus hechizos a la Iglesia Católica, con la complicidad del obispo de Roma. El otro, el de los gobiernos de Cristina Kirchner, cuya acción fue detallada por el fiscal Diego Luciani.
Personas inteligentes, con las que discrepo, aunque respeto su criterio, me han dicho que esto es una infamia, que no se debe judicializar la lucha política. Sin importar lo que haya hecho Cristina, no se la debe enjuiciar porque es una líder revolucionaria.
Quienes amenazan con suicidar a un fiscal, son personas que conocen detalles de otros suicidios
Pertenezco a una generación de intelectuales en extinción que, como dice Cohen Bendit, “amamos tanto a la revolución” cuando parecía avanzar en el mundo. Fue un tiempo en el que no había internet, teníamos menos información objetiva y nuestros sueños de Justicia se confundían con el respaldo a gobiernos autoritarios, machistas, que decían que habían convertido a sus países en un paraíso para la humanidad.
Castro, Pol Pot, Ho Chi Min, fueron revolucionarios. Confundidos o no, intentaron construir una sociedad que les parecía mejor. No trabajaron para que su chofer, su jardinero, sus secretarios, sus parientes, su oficial del banco, y otros seguidores que fueron muy pobres, terminen acumulando fortunas de cientos de millones de dólares. Los militantes de izquierda que participaban en la Guerra Fría en nuestros países luchaban en contra de las dictaduras militares patrocinadas por Estados Unidos. Muchos murieron en ese empeño.
Los actuales nuevos ricos del poder, en cambio, no combatieron a los gobiernos castrenses. Hay quienes dicen que en ese tiempo se hicieron ricos ejerciendo su profesión de abogados, aunque alguno de ellos ni siquiera firmó un escrito ante un juez, en toda su vida. Otros que ejercieron la profesión, nunca fueron abogados de militantes cuyos derechos humanos se violaban o que desaparecieron en manos de la dictadura. No amaron la revolución cuando había que luchar por ella, sino que la usaron cuando se convirtió en un negocio económico y político de gobiernos cleptocráticos.
Algunos de los que en realidad fueron de izquierda colaboraron en el armado de esta impostura. Diego Luciani expuso con pruebas concretas, lo que todos sabían cuando apoyaron la candidatura de Cristina en 2007, 2011 y 2019 a pesar de que en el gobierno de Santa Cruz había demostrado que venía del otro extremo del espectro político.
El argumento que Cristina debe ser impune porque es militante revolucionaria no cabe, porque la ideología de alguien no le exime de respetar la ley y porque nunca fue de izquierda. Sus gobiernos llevaron a los pobres, jubilados y trabajadores a una crisis apocalíptica de la que no saben cómo salir, no por revolucionarios sino por ineptos.
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La exposición del fiscal Luciani, coincidió con una excelente entrevista que hizo Luis Novaresio a otro fiscal, Diego Delgado, en la que hablaron acerca del sentido de la riqueza. Es difícil entender para qué algunos políticos acumulan miles de millones de dólares con los que no producen nada, no pueden usar, y si salen con una cartera francesa de dos mil dólares son víctimas del escrache mediático.
Probablemente pretenden sentarse en la mesa de algunos oligarcas a los que odian, en la que nunca serán bienvenidos por el mal gusto de sus adornos de origen cuestionado.
Delgado decía en esa entrevista que no juega a asceta, no elogia la pobreza, pero cree que el dinero es solo un medio para conseguir lo que a alguien lo hace feliz. No tiene sentido acumular una fortuna descomunal para enterrarla, esconderla y vivir correteando con el temor de que alguien se entere de que existe. Incluso puede ser peligroso. Uno de los secretarios de Cristina fue torturado y asesinado por adolescentes que querían saber en dónde escondía su tesoro.
Tengo la misma percepción. En el otoño de una existencia intensamente feliz, hago un balance de lo vivido y creo que lo peor que pudo haberme ocurrido habría sido que alguien me regale mil millones de dólares. No soy empresario, no habría sabido qué hacer con esa plata, solo me habría producido dolores de cabeza. Habría perdido el tiempo administrando empresas que no me interesan, en vez de leer los últimos textos sobre los temas que me apasionan, compartir mi vida con seres humanos a los que quiero, escuchar música, viajar todos los días, con mi computadora, con el Hubble y la web para escudriñar los confines del universo, esperando que exista alguna forma de vida. Si todo eso me hace feliz, ¿para qué quisiera dedicarme a cosas que me aburren y me producen ansiedad?
Es difícil comprender para qué algunos políticos han acumulado fortunas estrafalarias que no les permiten dormir en paz.
El síndrome de súper ratón. Pasa lo mismo con el Hubrys. Fue sobrecogedora la declaración de algunos laderos de la vicepresidenta, incluido el presidente nominal, Alberto, que amenazaron con suicidar al fiscal Luciani, aludiendo así al fiscal Nisman. Es repudiable que una amenaza tan mafiosa salga de la boca de autoridades del Estado, y además suena a confesión de un delito.
Quienes amenazan con algo tan exótico como suicidar a un fiscal, solo pueden ser personas que participaron o conocen detalles de suicidios simulados semejantes, que ocurrieron con anterioridad.
El endiosamiento que estudió Owen produjo en grandes potencias, atropellos como la invasión de Irak, que costó la vida de cientos de miles de personas. Cuando aqueja a presidentes de países más pequeños como el nuestro, se convierte en síndrome de súper ratón. La calumnia permanente, el atropello, el uso de oficinas estatales para perseguir a los opositores, forman parte de una saga ridícula que suele terminar en tragedia.
En varios de nuestros países, el súper ratón cree que es omnipotente, que el mundo gira en torno a sus complejos, y se dedica a perseguir a los que considera opositores. A veces insulta a tantos, que él y sus colaboradores terminan expatriados, perseguidos por un círculo rojo que quiere vengarse de sus afrentas. En ocasiones se disfraza la persecución con un manto idealista y dicen que combaten a los ex presidentes por ser de izquierda o de derecha, pero en la realidad nadie sabe lo que significan esas palabras. Los persiguen por perseguidores.
En algunos casos son ex funcionarios menos llamativos, que se sintieron divinos, despreciaron a los demás, se dedicaron a exhibir sus superpoderes ofendiendo, inventando causas. Cuando se acaba el empleo y bajan del Olimpo buscan un país que no tenga un tratado de extradición con el suyo, para refugiarse de la resaca provocada por sus delirios de grandeza.
En países menos institucionales, en los que los partidos desaparecen con cada presidente, las dos puertas frecuentes de salida del poder suelen ser la prisión o el exilio. En un país como Argentina, en el que solamente un presidente no peronista ha terminado su período en un siglo, la desesperación por continuar indefinidamente en el poder es un imperativo de supervivencia.
Algunos sienten que si viene un gobierno distinto, la Justicia dejará de estar tan politizada, y serán castigados muchos delitos cometidos a la sombra de una impunidad que parece eterna. Es eso lo que los mueve a enfrentarse con la Justicia y no la lucha por el triunfo mundial del proletariado que movía a las antiguas generaciones.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.