Hasta que acabó la Guerra Fría, los Estados Unidos auspiciaron la vigencia de dictaduras militares en casi todo el continente. Cuando crecían los grupos armados auspiciados por la URSS, los generales se hacían cargo del poder con la venia de la embajada. Cuando un gobierno era impopular, algunos políticos golpeaban las puertas de los cuarteles y provocaban alzamientos militares. A fines de los 70, la mayoría de países latinoamericanos tenía ese tipo de regímenes.
Después la política norteamericana cambió. Se impuso la democracia. Actualmente la mayoría de los gobiernos han sido elegidos, respetan la división de poderes, los derechos humanos y mantienen una liturgia democrática.
Pese a la vigencia de la democracia representativa, la región vive una crisis generalizada. Las encuestas arrojan cifras que hace cincuenta años habrían significado que caigan los gobiernos, pierdan el poder los votos y gobiernen las botas.
En la Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Colombia, el ánimo de la gente está por el piso. Alrededor del 80% de la población está angustiada, enojada con los políticos, con la Justicia, con la Iglesia, con los medios de comunicación, con todo. Entre el 60% y el 85% de los ciudadanos menores de 40 años quiere irse de su país porque no tiene esperanzas en su futuro.
Es menos grave ser desconocido que ser muy conocido pero rechazado por la mayoría
La brecha generacional se convirtió en un abismo. Los jóvenes están en la Red y no cantan ni al Che Guevara, ni la Marsellesa aprista, ni los himnos de partidos, ni la internacional comunista. Los idearios y programas de gobierno parecen antiguallas escritas en máquina de escribir, mientras la inmensa mayoría de votantes pasa conectada a la red más de cuatro horas diarias. La comunicación se hace con imágenes, humor, textos muy cortos, que expresan sentimientos. Las proclamas sesudas huelen a naftalina.
A mediados del siglo pasado, Joseph Napolitan y los fundadores de la consultoría política establecieron un paradigma con el trabajamos todos los profesionales hasta hace diez años. La mayoría de esos conceptos quedaron obsoletos porque no sirven para comprender los valores y la sicología de los seres humanos actuales.
Lo más importante, durante años, fue analizar la imagen del candidato desde distintos ángulos y con diversas herramientas. El primer gran tema era el de la identidad. Se creía que para ganar se debía llegar, al día de la elección, con al menos el 90% de conocimiento. En varios casos, lograr esa identidad fue tarea de varios años y se elaboraron algunas teorías acerca de cómo lograr esta meta.
Después de la pandemia ganaron varios candidatos, con una identidad repentina, aparecieron durante las últimas semanas anteriores a las elecciones. Han triunfado outsiders, líderes distintos a los políticos tradicionales, que aparecieron a última hora, gracias al tiempo vertiginoso de la sociedad de la red, y llegaron al poder antes de muchos vean los remiendos de su traje. El tiempo mata a quienes quieren “ser nuevos”, porque en la sociedad hiperconectada es imposible ser “nuevo” mucho tiempo.
Casi todos los liderazgos tienen un rechazo radical: la mayoría de la gente dice que nunca los votaría
Paradigmas de este tiempo. En el paradigma tradicional, no se podía tener muchos negativos. Cuando un candidato tenía más de 35% de opiniones negativas se prendía un foco rojo: había que averiguar el origen de esas opiniones y combatirlo. Cuando pasaban del 50% los consultores sugeríamos que piense en el mediano plazo, combatiendo las negativas con un programa de algunos años. No podía ganar.
La norma se hizo inaplicable. Cuando fueron candidatos, Trump, Hilary y Biden tenían más negativas que positivas. Hace cuarenta años, debían haberse retirado todos.
Durante las últimas elecciones, ni Boric, ni Castillo, ni Lasso, ni Petro tuvieron un saldo positivo, peor sus oponentes. En esas elecciones los ciudadanos se vieron forzados a votar por quien les parecía menos malo, que con frecuencia fue el que menos se parecía a los políticos tradicionales.
Actualmente en Chile, Ecuador y Perú nadie tiene saldo positivo. Colombia vive la luna de miel propia del inicio del gobierno, habrá que ver si el mensaje conciliador de Petro logra mantenerla.
En la Argentina el único con saldo positivo es Horacio Rodríguez Larreta, mientras casi todos los otros dirigentes registran los peores números de los últimos veinte años. Esto es más intenso con los dirigentes kirchneristas, pero afecta también a la mayoría de líderes de la oposición y dirigentes sociales.
Un componente importante de la imagen ha sido la credibilidad. Cuando la gente no cree en la palabra del candidato, es difícil hacer campaña, el mensaje rebota. Si lo creen mentiroso, aunque diga cosas interesantes, no votarán por él.
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La falta de credibilidad de los presidentes es otro dato que pone a la región al borde del abismo. Fernández, Lasso, Boric y Castillo rompen el récord de falta de credibilidad de la historia de sus países. Nunca hubo mandatarios que tengan una desconfianza general tan intensa. Con Petro habrá que ver lo que pasa en tres meses, porque el deterioro político se produce a gran velocidad y después se convierte en algo difícil de remontar.
La comunicación moderna dice que el texto no es tan importante, pesa más cuándo, quién y cómo lo dice.
Si el presidente dice que faltan dólares porque estamos en un momento de crecimiento extraordinario, la mayoría no le cree y se incrementa la imagen de mentiroso. Si hay una sensación de descalabro generalizado, no es el momento para afirmar que estamos bien.
Pero también depende del quién: los seguidores firmes de Alberto se entusiasmarán con sus dichos. Los fanáticos se alegran cuando el dirigente tiene la valentía de decir algo absurdo. Sus adversarios gozan porque queda en ridículo alguien que les cae mal. Todo depende de quién lo dice.
El cómo es también importante: cuando se proyecta una imagen de prepotencia, ignorancia, fatuidad, el mensaje rebota y hace daño al dirigente.
Estas normas, que se elaboraron en la consultoría clásica, tienen su vigencia, pero hay una ola de líderes que triunfan sin respetarlas. Personajes de fuera del sistema como Trump, Cristina, Castillo, Le Pen, protagonizan exitosos espectáculos no tradicionales. Consiguen votos porque no se los ve como políticos normales. Un presidente norteamericano que intenta dar un golpe de Estado y se lleva a casa los archivos del Estado no es alguien tradicional, pero muchos lo aplauden y es probable que gane las próximas elecciones.
La mayoría de los electores son seres humanos con pasiones, mitos, sentimientos contradictorios, que leen poco y se comunican directamente con imágenes y textos muy breves.
Los autores actuales vuelven sobre la tesis de Fukuyama sobre las identidades, que son algo que está más allá de las ideologías, con las que pretendían explicar la historia.
Más allá de otros elementos, es difícil que un ciudadano sea receptivo con un mensaje que choca con los valores de su vida cotidiana. Vivimos inmersos en distintas subculturas y no votamos por alguien que parece muy distinto a nuestro entorno y por tanto peligroso.
Un joven que se identifica con un entorno marginal del Conurbano difícilmente se interesará en el mensaje de un líder tradicional. Es difícil que un grupo de señoras que toma el té en un hotel elegante voten por L Gante para jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. No importa lo que digan los candidatos o si han escrito un buen programa de gobierno, si pertenecen a una subcultura incompatible con su entorno.
Toda la discusión del porqué votan los electores y de actitudes de los seres humanos ante la vida, que se ha desarrollado con Gladwell, Pentland, Shirky, Harari, Pinker y otros, puso a temblar el andamiaje del paradigma clásico de la consultoría.
Los electores no tienen una lógica cartesiana: quieren un candidato completamente nuevo que tenga al mismo tiempo una gran experiencia y otros círculos cuadrados. Normalmente no les importa que se cambie la Constitución, o el reglamento de tránsito, si no sienten que esos cambios son un peligro o una ventaja para ellos y su entorno.
Es más complejo comprender lo que ocurre en una sociedad atomizada, con muchos grupos que promueven pequeñas utopías.
La imagen del candidato y la de sus adversarios se expresan en cifras elementales que son la punta del iceberg: conocimiento, agrada y desagrada. Se ha generalizado que políticos y periodistas usen esas cifras, para orientarse y está bien que lo hagan, pero ese dato no lo es todo. Para entenderlo bien se deben usar técnicas cualitativas para conocer la causa y la firmeza de las opiniones.
Es menos grave ser desconocido, que ser muy conocido y rechazado por la mayoría. El ciudadano no vota por alguien que le parece desagradable a menos que el miedo, el resentimiento u otras pulsiones negativas lo muevan más que la antipatía.
Actualmente estas ideas mantienen su vigencia, pero con frecuencia la red altera nuestras actitudes. Nos conectamos con mucha gente, recibimos todo el tiempo una marea de mensajes.
Con los celulares todos somos periodistas, productores de cine, opinadores. Recibimos y emitimos decenas de mensajes todos los días. Somos distintos a quienes antes solo podían ir al cine o ver televisión.
Nos conectamos con el mundo y muchos se sienten marginados. La sensación de desigualdad y las demandas se incrementan hasta el infinito. Como decía alguien en la red, “cómo es posible que Musk quiera comprarse Twitter en miles de millones y que el Estado no me regale un carro nuevo por fin de año”.
Se rompieron los límites de la realidad. La disciplina partidista está resquebrajada como concepto. En las últimas elecciones presidenciales de nuestros países hubo decenas de candidatos, algunos sin ninguna trayectoria ni conocimientos, pero que se creían elegibles.
La actitud de la gente frente a lo que pasa en sus países es muy negativa. La mayoría dice que está enojada, triste, insegura, decepcionada del país, pesimista. También casi todos los líderes tienen un rechazo radical: la mayoría de la gente dice que nunca votaría por ellos.
El pasto está seco, solo falta una chispa para que se incendie todo el bosque. Desgraciadamente es una sensación generalizada, con muy pocos los países que no están en esta situación.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.