En la mayor parte de los países, la disputa por el poder respeta normas y jerarquías, que están establecidas por la ley y las costumbres. Por eso es tan peculiar la anomia de Argentina. En países con presidentes elegidos democráticamente, suelen ser ellos los que detentan el poder, y cuando existe un primer ministro, no suele subordinarse a otro miembro del gabinete.
En esta etapa de explosión del kirchnerismo-peronismo, nos acostumbramos a un caos que parece normal. El presidente está sometido a una vicepresidenta que lo designó. La estabilidad de los ministros y funcionarios es inversamente proporcional a la cercanía con él: mientras más leales son con el primer mandatario, más débil es su situación. Si disfrutan de las constantes descalificaciones e insultos a los que los somete la vicepresidenta, están más asegurados.
Durante la última semana, el jefe de Gabinete, el primer ministro según la Constitución, ni siquiera opinó en la reorganización total del Gobierno. La vicepresidenta nombró al presidente de la cámara de Diputados, Sergio Massa, superministro con más poder que quien maneja el gabinete. El ministro de Economía actualmente es quien confirma o remueve incluso a los colaboradores más inmediatos de Alberto Fernández.
La inflación producida por quienes manejan el país licuó la red de contención
Llama la atención el destrato constante a los colaboradores del Gobierno, que a pesar de eso se mantienen, moviéndose entre distintas posiciones, unas más llamativas y otras más modestas, que existen en la calesita del poder, de la que nadie quiere bajarse, porque se mueve todo el tiempo. Los mismos personajes aceptan humillaciones y vejámenes con tal de seguir rondando por los pasillos del poder a la espera de algún mejor momento.
Estábamos en México cuando llegó el canciller Felipe Solá, para presentar la candidatura de Alberto Fernández a la presidencia de la Celac. Ni la prensa ni el círculo rojo entendieron cómo un funcionario que tenía tan importante misión fue cancelado durante el vuelo, cuando tampoco el nombramiento del nuevo canciller significaba un giro importante en la política exterior argentina.
Pasó algo semejante con la ministra de Economía Silvina Batakis que, en cuanto fue nombrada, viajó a Washington para presentarse ante los organismos internacionales y fue cancelada antes de volver a su despacho.
También con Daniel Scioli, que llegó con gran expectativa, otro superministro de este gobierno, que dejó la embajada en Brasil para proyectarse como nuevo candidato presidencial. Después de cuarenta días, cuando recién se instalaba en su nuevo despacho, vuelve a su embajada, luego de una humillante despedida que dañó su propia imagen y la de Massa. ¿Era necesario hacerla?
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Pero más allá de las anécdotas políticas, Sergio Massa llega como la última carta que se juega este gobierno para salir de la crisis. Si lo logra, se proyectará como un jugador fuerte para las próximas elecciones.
Es un dirigente con amplia experiencia y buenas conexiones internacionales que podrían ayudarlo a enfrentar una crisis dramática, tanto por la situación interna del país como por el descalabro de la democracia representativa de Occidente.
La situación interna a la que nos condujo este gobierno evidencia las contradicciones internas de un Frente de Todos en el que conviven sectores tan heterogéneos a los que solo puede unir la posibilidad de que todos ganen algo.
Por un lado, están sectores moderados, con una mentalidad capitalista, que entienden que es imposible seguir gastando una fortuna que no existe, que es indispensable estimular a los productores, generar empleo, terminar con la pobreza. Por otro, hay dirigentes con ideología pobrista, que manejan empresas y actividades económicas millonarias, que administran la pobreza. No tendrían negocio si se acabara la pobreza.
Decenas de miles de personas forman parte de esta red financiada por el Gobierno, que tiene contradicciones insolubles con cualquiera que pretenda afrontar la crisis desde una perspectiva moderna.
El choque entre los dirigentes tradicionales con la gente común es definitivo
La inflación producida por quienes manejan el país licuó la red de contención social argentina. Durante muchos años las calles de la Ciudad de Buenos Aires han estado en manos de organizaciones políticas sin peso electoral, que movilizan a decenas de miles de personas cuyo trabajo consiste en bloquear las calles y participar de marchas, aunque ni sepan siquiera cuál es su objetivo.
En el país se gasta una increíble cantidad de plata en decenas de miles de carteles, uniformes, bombos, transporte, comida y toda la parafernalia de la protesta, con dinero que llega directa o indirectamente desde el Estado. Si tomamos en cuenta que esta es una erogación diaria, seremos conscientes de que no existe otro gobierno en el mundo capaz de invertir tanto para que le hagan daño.
Algunos de los dirigentes en las decenas de organizaciones que manejan los piquetes pertenecen a la alianza del Gobierno y defienden ideas superadas desde hace décadas. Aparece en televisión un dirigente del Partido
Comunista Revolucionario que reivindica el pensamiento marxista-leninista-maoísta como la alternativa ideológica que puede sacar adelante al país. El maoísmo fue una derivación estalinista del marxismo que ya no se menciona ni siquiera en China o en Camboya, países en los que produjo grandes genocidios. No existe ningún sitio del mundo en el que se lo mencione como alternativa mínimamente racional. Ocurre lo mismo con la alternativa de la revolución proletaria, que desapareció de Rusia, Europa y de todos los países en los que se la discutía hasta el fin de la Guerra Fría.
Las decenas de grupos que participan de la movilización permanente, con parte de los ingresos de los más pobres de Argentina, tienen poco apoyo de la población y por eso no son una alternativa electoral relevante. Tienen menos votos que las banderas que pasean cada mes. Al no tener posibilidad de llegar al poder por la vía democrática, simplemente quieren hacerlo por la fuerza.
Otro tanto ocurre con dirigentes vinculados a las autoridades del Gobierno y al propio Papa, que ofrecen cubrir de sangre las calles y promover saqueos, que llevarían al colapso a su propio gobierno.
No son solo personas extraviadas por una ideología apocalíptica, sino dirigentes que perciben que la situación económica de sus seguidores no da para más. Si no logran incrementar sus ingresos y el número de personas que puedan financiar sus empresas, pueden volar en pedazos. Para hacerlo demandan una pensión universal, el crecimiento del número de burócratas, una ampliación radical del gasto público.
Nada de esto es compatible con lo que exige la realidad económica del país y del mundo. Sergio Massa, si quiere enfrentar la crisis argentina, tiene que plantear un plan que permita controlar la impresión desenfrenada de billetes y los gastos desordenados a los que nos tiene acostumbrados el cristinismo cuando llegan las elecciones.
Es difícil pensar cómo logrará compatibilizar la necesidad de un manejo racional de la economía con las locuras de un populismo en quiebra. Si lo logra, será el protagonista de un milagro que puede permitir el renacimiento de un cristinismo que vive una crisis terminal; eso sí, con un nuevo líder
El choque entre los dirigentes políticos tradicionales, los dirigentes gremiales y las élites con la gente común, dinamizado por la tercera revolución industrial, es definitivo. El caso chileno lo expresa como ningún otro. Es probable que la nueva Constitución, elaborada con el esfuerzo de las élites chilenas, sea derrotada en la próxima consulta. Gabriel Boric ha dicho que, si esto ocurre, convocará a una nueva Constituyente para que redacte otra carta que reemplace a la de Pinochet.
Las élites tienen dificultades para comprender a electores que tienen sus propias comprensiones del mundo, que son más hijos de las pantallas y de la red que de los textos de Marx o de Weber. Son pocos los que leen textos clásicos de ciencia política y todos, incluidos los intelectuales, ingresan varias veces al día a YouTube.
Caos político en la pospandemia
Hay además un dato complicado para quienes pretenden la reestructuración de una sociedad más racional, sea desde las creencias revolucionarias o desde los principios liberales. La democracia representativa ha perdido mucho de su capacidad de mantener el orden interno, porque tanto militares como policías cambiaron también con los nuevos valores y la revolución de las comunicaciones.
Hasta el siglo pasado, fue posible que los gobiernos militares reprimieran con violencia a la población, cuando el poco desarrollo de las comunicaciones permitía que se ocultara la barbarie. En toda América Latina desaparecieron decenas de miles de personas que protestaban en contra de las dictaduras, sin que se provocara una protesta generalizada. Actualmente hay más celulares inteligentes que habitantes, y todo ciudadano puede tomar fotos y películas de todo lo que ocurre. Felizmente, cuando se produce un atropello, hay decenas de personas que pueden registrarlo y ponerlo en conocimiento de todo el mundo a través de las redes. El desarrollo de las comunicaciones por sí mismo hace más difícil la barbarie de las autoridades.
Por otra parte, algunos valores se volvieron universales. Todo militar sabe que si abusa de la fuerza puede terminar degradado, perseguido, sometido a tribunales internacionales. Son nulas las posibilidades de que corra esos peligros por respaldar las decisiones de algún político. Lo hemos presenciado incluso personalmente. Cuando crece el conflicto, los altos mandos simplemente comunican al presidente que las Fuerzas Armadas no pueden reprimir al pueblo y que le retiran su protección.
Son absurdas las ilusiones de algunos populistas que creen que, poniendo un jefe incondicional, los militares se van a sacrificar por ellos. Por lo demás, la red hace que todos los oficiales y soldados estén en constante contacto con sus familiares, lo que les hace compartir el rechazo a los gobiernos.
Hay que pensar mejor la nueva sociedad que estamos viviendo, para buscar caminos para una nueva gobernabilidad.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.