No sé por qué –o tal vez sí– últimamente vuelvo seguido a Arlt. A veces lo hago de manera dispersa, entrando y saliendo, reparando en detalles laterales. Por ejemplo, en la última frase de Los siete locos: “¿Sabe que usted se parece a Lenin? Y antes de que el Astrólogo pudiera contestarle, salió”. Horacio González escribió páginas brillantes sobre ese final, sobre el hecho de parecerse a Lenin (ahora que lo pienso, también González escribió un gran texto sobre llamarse precisamente Horacio González, es decir, llamarse con un nombre como el que tienen miles de personas. Hay allí una tensión entre la falta de identidad –llamarse González– y el exceso de identidad –parecerse a Lenin– que no deja de ser interesante).
Otras veces me gusta poner en relación Los siete locos con otras novelas, como El día de las ratas, de Dyonélio Machado, una de las más grandes novelas brasileñas, de 1935. En El día de las ratas, un empleado público… freno aquí antes de resumir la novela. Pues: ¿no deberíamos primero trazar la genealogía de qué significa un empleado público? O cómo aparecen los empleados públicos en la literatura. Por supuesto que no es la pregunta de Piglia, la pregunta por el Estado en la literatura (Piglia que toma de Arlt la mirada paranoica hacia el Estado. El Estado como una especie de gigantesca máquina de complots). No. Aquí la pregunta no es por el Estado como maquinaria, como mecanismo de poder y dominación, o incluso como metáfora, sino que la pregunta es por el empleado público. Por la figura del empleado público ahora que los empleados públicos son vituperados día a día desde los medios y el gobierno, que los despide en masa, los maltrata, los calumnia. O también: ¿Qué relación hay en la literatura entre la gerencia –tema central en la escena inaugural de Los siete locos– y el empleado público?
Entonces en El día de las ratas un empleado público llamado Naziazeno Barbosa debe saldar una deuda con el repartidor de leche. Está angustiado, como los personajes de Arlt, y la ciudad moderna le parece un enigma lleno de secretos, como la ciudad de Arlt. Con su hijo enfermo, sin plata, sin poder pagar la leche al repartidor –que amenaza con no proveerlo desde el día siguiente– sale en errancia en busca de dinero. La novela narra las 24 horas de esa errancia, en la que busca un prestamista, entra a un prostíbulo, juega a la lotería. En El día de las ratas, como en Arlt, aparece el tema de la mirada de los otros: ante la falta, la falta de dinero, se siente culpable. Es el pobre, el hombre solo en la multitud. Es el que vive en la angustia, la angustia del capitalismo y la ciudad moderna.
A veces también pienso en otra novela, de 1921, que tal vez fue leída por Arlt (algo que obviamente no ocurrió con la de Machado, traducida por primera vez en castellano por la editorial Adriana Hidalgo hace unos años): Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos, de Ilya Ehrenburg, autor ruso nacido a fines del siglo XIX y muerto en 1967. La inclusión del “comentador –seguramente el aspecto formal más novedoso de Los sete locos– ya está en la novela de Ehrenburg. Y por supuesto tienen en común los tópicos de la conspiración. La guerra, el fascismo, el comunismo y la ciudad como segunda naturaleza. En Ehrenburg como en Arlt ya no hay espacio posible fuera de la ciudad.