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Brevísima historia del color rosa

El tema de los colores atribuidos de manera automática a niños y niñas es uno de los estereotipos más arraigados ligados a la diferencia de género, y este estereotipo tiene una historia, una evolución y un esperado ocaso.

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El tema de los colores atribuidos de manera automática a niños y niñas es uno de los estereotipos más arraigados ligados a la diferencia de género, y este estereotipo tiene una historia, una evolución y un esperado ocaso. Encontré un viejo artículo publicado en The Atlantic a propósito de un libro aparecido en 2013 de la historiadora estadounidense Jo B. Paoletti, Pink and Blue: Telling the Boys from the Girls in America. Lo primero que hay que saber es que la asociación entre el color rosa y lo femenino tuvo lugar en tiempos relativamente recientes y debido a una elección arbitraria.

En el siglo XVIII era normal para un hombre llevar un traje de seda rosa. A los niños y las niñas hasta los 6 años se los vestía con ropas largas de color blanco, sin diferencias sustanciales entre sexos. La elección del blanco era sobre todo de naturaleza práctica: era más fácil de lavar. Más que en el sexo, la distinción cromática se basaba en la edad: diferenciaba sencillamente a los pequeños de los más grandes.

El rosa y el azul, junto con otros colores, se introdujeron en la vestimenta infantil a mediados del siglo XIX, pero no implicaban todavía diferencias de género. Una de las primeras referencias a la atribución de determinado color al sexo se encuentra en Mujercitas, de Louisa May Alcott, donde la cinta rosa es usada para identificar a la mujer y la azul al varón. Sin embargo, el uso es definido por la misma Alcott como una “moda francesa”, una forma de decir que aún no era una regla aceptada y se la veía como algo exótico.

En 1898 se funda el equipo parisino de rugby Stade Français, y en 1907 el Palermo Foot-Ball Club (hoy U.S. Palermo), y no implica ningún gesto provocador que las camisetas de ambos equipos sean de color rosa. En 1918, Earnshaw’s Infants’ Department, una revista especializada en vestimenta infantil, especificaba lo contrario, que “la regla comúnmente aceptada es que el rosa es para los varones y el azul para las niñas. Esto es así porque el rosa es un color más fuerte y decidido, más apto para un varón, mientras que el azul, que es más delicado y gracioso, es más apto para las niñas”. El rosa se veía como un color más cercano al rojo (un color fuerte y viril, ligado a los héroes y a las batallas), mientras que el azul era asociado al color del velo con que se representaba a la virgen María.

Las cosas comenzaron a cambiar entre los años 30 y 40: los hombres empezaron a vestir con colores más oscuros, asociados el mundo de los negocios, para distinguirse de los colores claros, percibidos como más femeninos y ligados a la esfera doméstica. El quiebre se da en los años 50. Según Paoletti se trató de una elección absolutamente arbitraria: el rosa terminó siendo identificado con las mujeres y se volvió omnipresente no solo en la vestimenta, sino también en los bienes de consumo, en los electrodomésticos y en los automóviles. La muñeca Barbie apareció en el mercado en esos años y fue ella la que terminó de consolidar la feminización del rosa.

El rosa asociado a la mujer fue criticado en los años 60 y 70 por los movimientos feministas. Pero Paoletti hace notar que esa crítica no estaba dirigida tanto al color rosa, sino al hecho de que este hacía referencia a la esfera infantil. Fueron los años 80 los que impusieron definitivamente la idea de los colores como marca de pertenencia a un sexo determinado. En aquellos años se impuso definitivamente una serie de estereotipos ligados a la infancia y al mundo de los juguetes: soldaditos para los nenes, muñecas para las nenas.

De modo que solo queda volver hacia atrás y repetir la historia como farsa.