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Carpe diem

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| Cedoc

Me despierto lleno de energía y optimismo. Es un día ideal para ser feliz, no pretendo saber el fin que me tienen asignado los dioses. Mejor será aceptar lo que venga y no leer los diarios y amargarme pensando en las operaciones de X., la bajeza moral de Z., los discursos de R., las infamias de M., y mucho menos prender la televisión y asistir a la sucesión de violencias verbales y sofismas que componen los programas políticos de la televisión abierta, cerrada y colonizada. Por una vez me resisto a solazarme con la exhibición de la inmundicia ajena y a cambio abro la página de mi homebanking y me fijo qué deudas reclaman pago. La primera, amenazante, es la cuenta del gas. La cifra resulta escandalosa para quien, como yo, vive solo y no tiende a cocinarse. Llamo por teléfono a los números asignados por la empresa, y por supuesto que la deriva es reiterada, circular, limitada a unas pocas opciones y nadie nunca atiende nada. El correo automático reclama mi número de cliente, pero hace años que no recibo las boletas, y la única que tengo es del 2010 y figura un número que se considera inválido. Decido ponerme en movimiento: voy hacia la oficina comercial de la empresa, las cortinas están bajas y hay un cartel que dice: “No tenemos la menor idea de por qué está cerrado este local y no sabemos dónde pueden atenderlo. No pregunte en la farmacia. Gracias. La farmacia”. 

Vuelvo a casa. Al homebanking, a la siguiente empresa acreedora: En telefonía, me figura una deuda con una nueva empresa o un nuevo logo. Llamo a la habitual, ahí sí me atienden y me derivan a la señal de cable, que los incluye. Llamo a la señal de cable y me dicen que no tienen idea, que llame a la telefónica. Línea de ida y vuelta. Vuelvo a llamar. Nadie sabe nunca nada y me aconsejan que pague por ese servicio mistérico. Mientras investigo, huye el tiempo envidioso y ya no me fío del mañana incierto, escrito en los números babilonios de una deuda.