El teatro ha muerto, ¡viva el teatro! La ilusión óptica que ha reemplazado al teatro merece más de una reflexión acelerada.
El otro día asistí (sin estar allí) a la obra que hacen Diego Gentile y Javi Marra desde su propia casa. Es una delirante iniciativa del teatro Nün: mediante un streaming diseñado por los autores del ciclo “En casa-miento” (Nacho de Santis y Sebastián Suñé) se actualizan los dos sentidos de la frase: es una obra en capítulos mensuales sobre un “casamiento” y es sobre gente que “miente estando en su casa” o, más que mentir, producen ficción en épocas de tecnovivio.
El argumento es la excusa con la que dos actores (pareja en la vida real, si es que la vida real sigue siendo lo real) tejen una minuciosa y disparatada sincronización de cámaras, teléfonos y peluches y van autoeditando una historia que no importa: un juez se trae a su casa a la animadora paraguaya de una fiesta, la encierra con dos llaves y –en un tono amenazante– le expresa sus deseos más ocultos. No voy a spoilear la argucia que permite el movimiento pese a la desaparición del teatro como solíamos entenderlo; lo más singular –se me antoja– acontece después. Luego de asistir a precarias y divertidas maneras de “hacerte creer” que algo ocurre en tiempo real e internet mediante, los espectadores somos invitados a aplaudir y brindar con los actores. Yo entro con algo de natural vergüenza: estoy en calzoncillos pero decido agregar una camisa para que me vean aplaudirlos. Y todos ven a todos. Gente en Río Gallegos o Montevideo está terminando una lasagna o hundidos en el sofá de una casa mal iluminada. Algunos preguntan cosas. Algunos felicitan. Vemos casas ajenas. Conocemos a sus hijos. Se sirven soda de un sifón. La superposición del trocito de ficción con la casa real de los espectadores sería imposible en el convivio teatral. ¿Qué es esto, cómo se llama?
Poco importa. El teatro hace no sólo lo que puede sino que a veces, sin saberlo, hace lo que quiere.