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Demasiadas palabras

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Volver a leer a un autor que alguna vez amamos es peligroso. En esos casos un poema de Félix Grande parece cuajar a la perfección: “Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantado su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. El tiempo habrá labrado, paciente, tu fracaso mientras faltabas, mientras ibas ingenuamente por el mundo conservando como recuerdo lo que era destrucción subterránea, ruina”. Perfecto, eso suele pasar. Volver a leer hace poco a Emilio Salgari fue exactamente eso: el tiempo había destrozado todo, la ilusión, estupefacta, chocó contra un muro. Yo había andado por el mundo ingenuamente, conservando un recuerdo placentero, pero al volver a leerlo lo que encontré fue ruina, asco casi. Sentí vergüenza por el chico que fui, fascinado por esos libros de tapas amarillas que hoy se me caen de las manos. 

De modo que al intentar volver a leer a Elmore Leonard la experiencia de Salgari vino a mi mente, desaconsejándome la visita. Hubiese evitado una novela ya leída, pero toparme con una que no había leído fue una tentación demasiado fuerte. Dos veces en mi vida leí una novela dos veces seguidas. No me refiero a una relectura, al regreso a una obra leída en el pasado, como ocurrió con Salgari, sino al acto de terminar una novela y volver a leerla de inmediato. Hice eso con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, y con Fragmentos de un diario en los Alpes, de César Aira. Pero es la primera vez que leo una novela tres veces seguidas. Riding the Rap, de Elmore Leonard, es una obra maestra. Pero decir de un libro que es una obra maestra es casi como no decir nada, es un elogio tan grande y tan usado que suena a vacío, a mentira, a falsedad. Como esas frases que adornan los afiches de las peores películas (Leo Maslíah las compiló a todas en un relato desopilante), decir de un libro que es una obra maestra es el mejor modo de despreciarla, y sin embargo no se me ocurre otro modo de adjetivar a Riding the Rap.

Siempre había leído a Leonard en español. Ahora descubrí algo que, dado el amor de Leonard por Hemingway, intuía; algo que ninguna traducción al español respeta jamás y que en Leonard funciona de un modo casi matemático: los personajes solo “dicen”; no responden, no amonestan, no aseveran, no prorrumpen, no espetan, no articulan, no preguntan, no anuncian ni afirman: solo dicen. Recordé entonces la dedicatoria de otra novela de Leonard, en la que agradecía a alguien que le había dado algunas recomendaciones “cuando escribía demasiadas palabras”. Riding the Rap es una novela reseca, deshidratada, y en ella no hay literatura. Quiero decir: no hay escritura, o sea el intento, la voluntad, de ser “literario”, de decir las cosas “literariamente”, de poner en evidencia que el que escribe sabe cómo se hace la cosa y que no hay nadie mejor que él para espolvorear el orégano en la pizza. Escribir como Leonard es imposible. Convertirse en un ojo que simplemente ve y registra, materializando aquello que decía Chateaubriand, eso de que todos miraban lo que él miraba, pero pocos veían lo que él veía. 

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Y sin embargo no debería sorprenderme: un famoso decálogo de Elmore Leonard queda anulado con una afirmación contundente: “Si suena como escritura, lo reescribo”. Leonard entiende el sonido de la escritura como una imperfección del terreno con la que a veces se tropieza, como algo que surge al improviso, como un grito, algo no deliberado, un error, un desliz. Tampoco es nuevo: John Steinbeck lo hizo. Pero la verdad es que leí poco a Steinbeck, y tengo la impresión de que de ahora en adelante solo voy a leer y releer Riding the Rap, de Elmore Leonard.