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Falta prevencin

¿Desastre natural o desastre social?

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El geógrafo inglés Peter Haggett sostiene que lo que separa a un riesgo natural de un desastre es la capacidad que la sociedad tiene de adaptarse o no a la incertidumbre que le plantea el sistema físico-natural, es decir, lo que se denomina en la jerga de la planificación territorial de los países desarrollados “gestión del riesgo”, ésta tiene en cuenta varias cuestiones: una primera faceta preventiva que abre el debate sobre: a) la eficiencia de los métodos de pronosticación meteorológica, b) El alcance de las obras de infraestructura realizadas: como en general no reditúan políticamente porque sus efectos se visibilizan de manera tardía, la carencia de las mismas caracteriza a países en desarrollo como el nuestro donde los intereses y necesidades prioritarios se subordinan a las mezquindades de una cultura política cortoplacista, y a un Estado autista y renuente al consenso que exigen las políticas de Estado. Y por último: c) El modelo de planificación urbana: el AMBA viene creciendo de manera formal (planificada) o informal (por ocupación ilegal de tierras) llevándose puestos todos los espacios verdes de enorme valor regulador del ciclo del agua que ralentizan la escorrentía superficial y freática. El aumento del volumen y velocidad de circulación del agua sobre la superficie son tan importantes como la cantidad de lluvia caída como causa de las inundaciones.
La segunda instancia es la gestión de los efectos primarios, aquí juegan un rol preponderante, el nivel de organización, financiamiento y coordinación de: Bomberos, Defensa Civil, Policía y los distintos recortes territoriales con competencia sobre el área afectada. Mientras que en los países desarrollados las superposiciones de jurisdicción derivan en acciones coordinadas y complementarias entre las autoridades de acuerdo a protocolos de emergencia ensayados mediante ejercicios de simulación o “drills”, lo que permite salvar vidas y minimizar las pérdidas materiales. En nuestro país el nivel de improvisación y externalización de responsabilidades derivan en parálisis y dilaciones temporales con consecuencias fatales para la gente afectada.

En lo que concierne al manejo de los efectos secundarios (aquellos que ocurren como consecuencia del fenómeno) son necesarios: un conjunto vasto de medidas que apunten a la reconstrucción y al apoyo financiero y moral para quienes padecieron el desastre. Restitución inmediata de los servicios, distribución gratuita de materiales de construcción, profesionales expertos que ayudan a víctimas a lidiar con el estrés generado por las pérdidas económicas y materiales, créditos blandos para la vivienda y seguros. Aquí hay un par de hechos que merecen destacarse, por la forma en que comprometen avances en este terreno: el paupérrimo estado de las redes de electricidad y comunicaciones, no es casual: las empresas de servicios privatizadas en los 90 vieron con la caída de la convertibilidad incrementar sus pérdidas debido al desfase entre sus deudas en dólares y una facturación local en pesos devaluados. La forma de subsanar esta dispersión fue: el ajuste y una desinversión crónica –posibilitada por un control monopólico del mercado, algunas veces, y otras por la falta de políticas para el sector–. Algunos barrios tardaron más de 72 horas para recuperar la energía, y todavía la situación es errática.

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La selectividad social del impacto puesta en evidencia por el nivel de pérdidas materiales y humanas en asentamientos del Gran Buenos Aires y La Plata, –que no minimiza el dramatismo de la problemática vivida en muchos barrios de la Capital– y la complejidad legal y cultural del actor afectado, no parecen haber sido advertidas por las autoridades, a juzgar por las confusas medidas tomadas hasta ahora: para aplicar a los subsidios y préstamos son necesarios una serie de requisitos tales como no adeudar el impuesto inmobiliario y portación de DNI. Lo que excluiría a cientos de miles de personas, que habitan barrios y villas en tierras ocupadas que carecen de reconocimiento institucional, con significativa presencia de extranjeros vinculados en su mayoría a la economía informal. ¿Será un simple error de exclusión, o un modo ya consuetudinario de mala praxis política?

Finalmente: la situación macroeconómica del país con alta inflación y desajuste cambiario no sólo dificulta el acceso al crédito internacional fundamental para avanzar con obras de envergadura en las cuencas del Vega y del Medrano, sino también para subsidiar y financiar la deuda social generada por el desastre.

Argentina no tiene una naturaleza particularmente adversa. Ni figuramos entre las naciones con zonas bajo constante amenaza ambiental, no padecemos lluvias monzónicas ni huracanes.

La repetición de eventos naturales de saldo luctuoso constituyen ya un patrón que desnuda la falacia del recurrente argumento que tan “convenientemente” viene esgrimiendo la clase política del cambio climático o del diluvio universal, claro, todo lo que constituye cambio por definición no puede predecirse y si éste es extraordinario, tampoco manejarse. Hay que decirlo de una vez: aunque en la coyuntura pueda sonar un poco ausente de sensibilidad: nos inundamos con 150 milímetros, pero también con cuarenta. Esto elimina cualquier sombra de duda en relación a que la raíz del problema es una histórica mala gestión del riesgo que habla a las claras del nivel de desarrollo social del país y pone en evidencia sus profundos problemas estructurales, cruciales a la hora de entender lo que está sucediendo.

*Geógrafo UBA, magíster en problemáticas urbanas de la Universidad de Nueva York.