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conjunciones

Desatando nudos

En algún momento, en Japón, durante el período de las guerras feudales, la sucesión de combates volvió más conveniente la captura y no la supresión del enemigo.

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Debo a la conjunción de: a) las manos de mi madre trabajando una rama para darle una torsión artística, es decir, alejada de la representación de lo natural; b) la lectura reiterada de La historia secreta del señor de Musashi, de Junichiro Tanizaki, una refinadísima historia de amor, perversión, castración y venganza; y c) la lectura ocasional de un artículo periodístico sobre el tema, el descubrimiento de una de las técnicas en las que se expresa (o más bien se vela) la cultura japonesa o, si queremos, “lo japonés”.

 De a) escribí algo en una novela, pero, ¿quién lee hoy novelas? Mi madre iluminó durante años el hogar familiar sanmartiniano con el ikebana, arte del arreglo floral que practicaron primero las mujeres pero que se convirtió en vicio y costumbre de los samuráis o, mejor dicho, en motivo central de su educación estética (junto con el limpio corte del gañote del adversario para que la sangre fluya, la distinción en el uso de los kosodes (kimonos), la contemplación de los árboles de cerezo y el discernimiento de las distintas tonalidades de la nieve). De b) solo diré que Tanizaki es tan bueno al leerlo que hasta dan ganas de comer sus libros. En cuanto a la nota, c), allí leí por primera vez sobre la técnica de ataduras llamada shibari.

En algún momento, en Japón, durante el período de las guerras feudales, la sucesión de combates volvió más conveniente la captura y no la supresión del enemigo. Mediante la captura se podían negociar rescates, intercambiar prisioneros, chantajear obteniendo información. La lógica de la guerra termina siendo siempre otro exponente del funcionamiento de la economía. Ahora bien, cada combatiente, una vez vencido su adversario, debía retenerlo, anular su capacidad de combate, y al mismo tiempo singularizarlo, volviendo reconocible la conquista, de modo que, tras cada combate, un samurái poco escrupuloso perteneciente a su mismo bando no se atribuyera la propiedad del prisionero. Una solución elemental era atarlo y permanecer a su lado hasta el fin del combate, como un artesano de feria exhibe sus productos hasta el fin del día. Pero un samurái tenía por orgullo continuar combatiendo (y capturando adversarios o asesinándolos, o sufriendo el mismo destino hasta el término del combate). Detenerse, permanecer al lado del prisionero, se tenía por un deshonor. Por eso, la manera que encontraron de garantizar la propiedad y aceitar el funcionamiento de la batalla fue la invención de un sistema de ataduras reconocibles, cada guerrero con un sistema de nudos propios. La clase de nudos, su disposición en las sogas, funcionaba como una escritura que permitía reconocer la pertenencia al clan de un determinado captor, su nombre, y hasta la identidad del prisionero.

Como casi todo en Japón, con el paso de las centurias y el fin de las guerras esa proliferación de anudamientos pasó del arte de la escritura visual al erotismo. La técnica de la atadura se completaba mediante el uso de sogas y roldanas que servían para elevar a geishas o jóvenes pajes y dejarlos colgando en el aire, sometidos al imperio de su dominante, quien podía poseerlos, acariciarlos o golpearlos, según su gusto. Desde luego, quien ejerciera el dominio trataba de no arruinar sus posesiones mediante ataduras brutales, capaces de descoyuntar miembros o producir asfixia. Al contrario, ataban delicadamente a las presas para que el sentimiento de sujeción y de indefensión ante el poder ajeno no se viera mancillado por el dolor físico. Incluso los golpes eran pura representación, salvo casos extremos. Ese goce podía durar horas en su ejercicio, y culminaba en el éxtasis mutuo y el desmayo.

Así pasaron los siglos, y en ocasión de la guerra ruso-japonesa, los intercambios bélico-culturales produjeron fusiones y mutaciones. Shibari ingresó en Occidente, se convirtió lentamente en el bondage: los antros negros empezaron a recibir dominatrices vestidas con cueros y látigo que sostienen de la correa del perro a sujetos babeantes que esperan el azote contra sus nalgas desnudas. En su inicio, todo arte corteja las formas de su fin, y en la expansión conoce su mutación y su pérdida.