Ayer salí a caminar. Pegado sobre el frente de una obra en construcción, un cartel con las caras de dos desconocidos. No sé si el cartel es de los que van juntos hacia no sé dónde o cumplen no sé qué o recuerdan que los de ahora son peores que los de antes o piden la reducción de las horas laborales y un aumento del 480%, porque, cuando estoy por estudiar el sello o la marca del producto que esas sonrisas de dientes de porcelana prometen como si la adquisición eleccionaria fuera un pasaporte a la felicidad, pasa una señora, me mira, mira el cartel y me dice: “Si echan a todos los extranjeros, los voto”. Como soy de reacciones imaginarias lentas, tardé un rato en decirle, in mente: “Si a tu padre y/o a tu madre y/o a tus abuelos los hubiesen echado, no estarías acá largando espuma contra el extranjero, vos”.
Pero antes de esa reacción moral indignada (lo bien que se siente uno cuando se pone en el lugar del bien), lo que me ocupó fue una sensación de desesperación humorística y encuestológica. Esta señora xenófoba, ¿era un votante loco y suelto, una enferma mental recién salida de la institución psiquiátrica que se avizoraba unos metros más adelante? (Por las dudas, chequeé: no, era un hotel alojamiento, ahí no se entra ni mucho menos se sale solo, salvo que uno/a haya cometido un acto criminal). ¿O era, por el contrario, una expresión más de ese furor salvaje de las clases medias empobrecidas que siguen creyendo, contra toda evidencia, que la culpa de los aumentos y los cierres de empresas y comercios y la recesión y la inflación es de los pobres que sólo reclaman la Asignación Universal que patentó como proyecto la diva oracular de la Justicia tuerta, la adalid de la anticorrupción de patitas afuera, Lilita Carrió, y que usufructuó el salido gobierno de la pesada herencia?
Es más o menos fácil decir que donde una facción denuncia un negociado, lo que hace es disimular por la vía del señalamiento su complicidad con la facción opuesta en algún momento del presente o del pasado. Lo que no se llega a percibir tan claro es el efecto: cómo la exasperación continua de esa operación colectiva y perpetua del ánimo denunciante derrama odio y no voluntad de reforma, ni espiritual ni política.
Los discursos han dejado de lado la voluntad de persuasión, son exacerbaciones del rencor y el desprecio, hasta cuando se esgrimen bajo la apariencia bonachona de la promesa de un futuro mejor. El ex ministro de Educación y tenue candidato a algo en la provincia de Buenos Aires, Esteban Bullrich, expresó mejor que nadie el crecimiento de esa marea cuando prometió un metro más de asfalto y un pibe preso más por día. Que luego haya dicho que no dijo lo que pensaba revela que no pensó lo que decía al expresar su verdadero pensamiento.