Las excelentes Prosas apátridas del peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) incluyen uno de los argumentos más contundentes contra la ambición de los escritores. Tras avisarnos que en cien años se seguirá leyendo a Quevedo pero no a Carlos Fuentes, Ribeyro fulmina los egos literarios con esta imagen demoledora: “Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido”.
En la apuesta por perdurar hay un género que les sirve a los escritores de droga para aumentar su rendimiento en la carrera contra la posteridad. Son los diarios y sus primas hermanas, las memorias y autobiografías. Un diario no requiere de preparación (ni siquiera de inspiración) y se puede escribir en las horas libres. De hecho, cualquiera tiene un diario (es como un blog), pero en el caso de que el autor haya acreditado su categoría en otras competencias, el diario se suma a la obra; no importa que el responsable los haya utilizado sólo para consignar las visitas al médico o la edad de sus amantes. Los diarios, además, son ideales para ser publicados en la vejez de los literatos, cuando las fuerzas merman, como bien lo supo Gide, quien llevó meticulosamente el suyo durante sesenta años. O Junger, aunque en su caso la vejez duró casi lo mismo que la vida entera.
El diario y sus parientes cercanos constituyen el género post mórtem por excelencia. Acaba de aparecer en inglés la primera parte de la autobiografía de Mark Twain, autorizada cien años después de su muerte. El carácter secreto y confesional de un diario (Tolstoi lo escribía a espaldas de su mujer y lo escondía para nosotros) es una gran promesa de sexo prohibido y maledicencia. El riesgo de un diario picante, sin embargo, es que termine publicándose mutilado. En ese rubro, Cheever tuvo más suerte que Virginia Woolf y Alejandra Pizarnik: la familia le dejó pasar gentilmente los pasajes escabrosos. Pero también ayuda a tener fe en el más allá para intentar la empresa, como sin duda la tuvo Chateaubriand. Jules Renard, en cambio, no la tenía pero en sus diarios, prodigios de agudeza y sinceridad, aparecen las frases más ingeniosas que se hayan escrito (“Uno siempre se equivoca sobre sus contemporáneos. Así que no los leamos”).
Renard era consciente de que esas páginas de cuaderno robadas a la actividad literaria profesional eran “lo mejor y más útil que había hecho en su vida”. En otros casos, lo advirtieron los lectores. Los diarios figuran entre lo más destacado de la obra de Gombrowicz, de Pla, de Musil, incluso de Ribeyro. Su diario, publicado bajo el título La tentación del fracaso, es un largo lamento sobre los infortunios causados por el amor, la salud, el dinero y, sobre todo, por la impotencia literaria. Reconocido en vida como cuentista, escribe Ribeyro: “En realidad –tengo casi la evidencia– si alguna vez escribo un libro importante, será un libro de recuerdos, de evocaciones. Ese libro lo compondré (...) con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades literarias”. Nosotros tenemos la evidencia de que los diarios de Ribeyro lo sobrevivirán largamente, pero también la sospecha de que dio con la clave de la literatura del porvenir. Al disfrutar de la libertad y la profunda simplicidad de algunos diarios, nos parece que la narrativa convencional, con sus cálculos ingenieriles y trabajosas construcciones, con sus esfuerzos por agradar y estar a tono con su época, son una pérdida de tiempo para autores y lectores. Sorprende que no haya más diarios en la literatura argentina. Con lo fácil que resulta llevar uno, como lo demuestra el adictivo mamotreto sobre Borges que dejó Bioy Casares.