El otro día celebrábamos con el presidente de la filial madrileña de la agrupación “César Aira para el Nobel” su nominación como finalista para el premio Booker. Aira figura allí con otros nueve escritores, en su mayoría del Tercer Mundo (nadie es perfecto), de los cuales sólo he leído a uno: el húngaro László Krasznahorkai.
Krasznahorkai es el autor de al menos dos novelas en las que se basan películas de su compatriota Béla Tarr: Satantango y Armonías de Werckmeister. La lectura de esta última, que se publicó en castellano bajo el título Melancolía de la resistencia, es una experiencia demandante, que recuerda a la de comerse un ladrillo recién horneado. Se le atribuye a su autor un extraordinario humor negro del cual no pude percibir rastros, pero quería señalar que al leer la novela me sorprendió retrospectivamente lo fiel que era la adaptación de Béla Tarr, cómo el director se había tomado el trabajo de encontrar locaciones que parecían inhallables fuera de las páginas del libro y llevó el pathos sombrío y terminal del autor hasta un curioso y literal acabamiento cinematográfico, en las antípodas de las simplificaciones mediante las que suele llevarse la literatura a la pantalla. Es como si Béla Tarr estuviera poseído por el espíritu de Krasznahorkai al punto de poder trasladarlo al cine como quien pasa de la sala al dormitorio. No se supone que estas cosas ocurran, ni siquiera que sean deseables. Todos hemos leído y repetido que las películas tienen el derecho a la autonomía respecto del material del que parten. Pero la empresa de Béla Tarr hace pensar que los directores son tal vez demasiado perezosos o autocomplacientes. Lo curioso es que Tarr no sólo recurrió a esa transcripción extremadamente fiel con un colaborador habitual como Krasznahorkai. También lo hizo cuando le tocó adaptar a Simenon en El hombre de Londres y le encontró a la novela, especialmente a sus páginas iniciales, un lugar físico que parece surgido de un pase de magia.
En Madrid, volví a pensar en Béla Tarr y en las adaptaciones cuando la otra noche me aventuré a ver la versión de Inherent Vice, la novela de Thomas Pynchon, que hizo Paul Thomas Anderson. Traducida como Vicio propio, se estrenó en España como Puro vicio. Digo que me aventuré porque en esa salita en el sótano de uno de los pocos cines en versión subtitulada de Madrid, tuve la impresión de que estaba en territorio ajeno, al punto que el recuerdo tan agradable que tenía de la novela se transformaba en un espectáculo más bien forzado y tenebroso, ciertamente intenso, tremendamente histriónico y con momentos de humor potentes, pero que a esa hora y en ese lugar me llevaban más bien a preguntarme qué estaba haciendo allí y si ir al cine lejos de casa no era una actividad peligrosa para el espíritu. La novela de Pynchon es ligera y luminosa; su poder proviene en buena medida de los espacios que evoca, espacios mentales, políticos, humanos, tecnológicos, culturales pero ante todo geográficos: la ciudad, el mar, las calles, los bares. Sé que queda bien y resulta de crítico actualizado decir que el gran Paul Thomas Anderson adaptó al gran Thomas Pynchon en una película protagonizada por el gran Joachin Phoenix y otros grandes actores. Pero la dramaturgia intensiva nunca logra hacer grande al cine. Sólo lo infla.