“Apartad el desaliento de vuestros corazones, mis valientes. Inflad el pecho. ¡Valor! Que allende el mar, sangre y gloria nos esperan. Como el lobo que ataca y el león que avanza, marchemos a Tierra Santa. ¡Branca-Branca-Branca..! (todos: ¡León-León-León!).”
Arenga de Vittorio Gassman en La Armada Brancaleone, de Mario Monicelli (1966).
Mi primer encuentro con Dios fue hace casi treinta años, en aquella gira donde hizo su primer gol para la Selección mayor en el Hampden Park, el mismo estadio donde acaba de debutar como técnico. Hicimos una producción para Gente en Berna, Suiza, antes del partido “revancha” contra Holanda; la noche en la que, de la nada, aparecieron los carteles que formaban la frase “Videla Asesino” para desesperación de los pobres técnicos de ATC que, en Buenos Aires, tenían orden de borronear la imagen cada vez que la pelota iba hacia los arcos.
Era un chico, como yo; ambos deslumbrados con semejante viaje. Ese tímido Maradona tenía el pelo rapado de los conscriptos –el aterrador Suárez Mason pronto lo citaría en su destino militar sólo para que juegue en Argentinos, club del que era fanático– y para llegar a él había que hablar antes con Passarella, el capitán que lo protegía y lo llevaba de la mano a todos lados. Posaron juntos. Eran inseparables.
Maradona aún no conocía la cocaína, ni el agridulce sabor de la gloria. Era un genio en estado natural. “El futbolista que se perdió el mundo”, según le confiesa a Emir Kusturica en su extraño documental, que describe mejor la fascinación maradoniana del director serbio que su vida. “¿Sabés el jugador que pude haber sido yo sin la droga?” repite, echando sal a su herida.
Los amables escoceses hicieron lo que pudieron, pero en el fondo, nadie en Glasgow quería arruinar la fiesta. Estos tipos adoran a Maradona y la primera pista me la dio un pelirrojo que me salvó el pellejo en un pub de Tottenham donde, cubriendo una nota, veía por televisión el partido contra Inglaterra del Mundial ’86. Los litros de cerveza, el gol con la mano y la humillación del segundo, caldearon enseguida el ambiente. “¡We won the war!”, me cantaban furiosos mientras alguien me arrastraba hacia una puertita, detrás de la barra. “Tranquilo argie, estoy con vos –susurró–, me encanta que sufran estos condenados ingleses: ¡soy escocés!”.
Son simpáticos, sanguíneos; divertidos como andaluces. Se hicieron querer en Mendoza, bebiendo y correteando mujeres por los pasillos de su hotel, durante el Mundial ’78. Jugaron con calidad y garra mientras tuvieron aire y piernas. Un ratito. Después se despidieron. Chau. Así han sido siempre. Contra la Argentina no tenían chances y se prepararon para evitar el papelón con su juego chato, de roce físico, sin imaginación. Encima, se enfrentaron con un grupo liberado, excitado por la sugestión masiva como los fieles que arrojan al aire sus muletas en esos templos de plástico. Magia.
Zanetti corrió como un pibe, Heinze les tapó la boca a los que se reían de él, Papa jugó como en el patio de su casa, Demichelis sobró el partido y Mascherano-Gago se hicieron patrones. Fantástico Maxi, apareciendo vacío por derecha e izquierda y dándole la puntada final a la mejor jugada del partido, el gol. Los primeros 20 minutos fueron perfectos, con ritmo, aceleración y profundidad. Un 4-4-2 clásico, con relevos puesto por puesto, sin cosas raras. Un Maradona sencillito; más cerca del modesto Falcioni que de Menotti, Bielsa o el mismísimo Bilardo.
¿Y ahora? Buena pregunta. A Messi, un Fórmula 1 natural, esta onda vuelta previa-largada a fondo le viene bárbaro. Es lo suyo. Pero... ¿Que hacer con el tango de Riquelme, el enganche melancólico? ¿Cómo acoplar su poética con este rock and roll vertical? Ah, no sé. Será asunto divino.
Es cierto que estos amistosos son simples shows para facturar, pero ver a un Maradona tan sereno desconcierta un poco. Mejor así. Bastante tuvo con ese sainete absurdo con los Grondona, Batista, el doctor balbuceante y el ahora deseado Ruggeri, la ira de Dios. Podría uno fundamentar por qué un tipo serio como Brindisi sería útil para equilibrar el inestable carácter de Maradona, sobre todo ante la evidente dificultad de Bilardo para transmitir sus ideas. Tan obvio como que Ruggeri es más un balde de nafta en el incendio que el ala militar de un estratega. Fácil. Pero demasiado evidente como para ser la única verdad. Alguna pieza falta. Se deberían discutir más y mejor estos asuntos, si tal cosa fuese posible, aquí.
Entronar a Maradona y pretender ponerle límites después, es más ingenuo que imposible. La abstinencia de cocaína, nada tiene que ver con esa característica personal, multiplicada hasta el infinito por un mundo que lo celebra como a una deidad. Grondona está algo mayor, pero después de treinta años en la cima y manejando poder, es ridículo pensar que no consideró un riesgo tan evidente. ¿Habrá más verdades? ¿Acaso sus traviesos hijos le llenaron la cabeza, como le pasó a De la Rúa? Misterio.
Mientras todo pasa, queda, omnipresente, Maradona; el bosque argentino que no nos deja ver el árbol.
“Un ciprés en el jardín”, por ejemplo; la verdad más simple y natural, según el circular concepto del monje zen del siglo VIII Chao-Chou. El filósofo japonés Koichi Tsujimura se refirió con tristeza a estas cuestiones del ser ya olvidadas por su propio pueblo, en la cabaña del bosque de la Selva Negra donde celebraba sus 80 años el viejo Heidegger; uno que amaba ver cómo Beckenbauer salía del fondo, tan elegante siempre, limpio, con pelota al pie y cabeza levantada. Ningún tronco, el tipo.