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El monstruo radiactivo

La muerte lenta del imperio soviético estalla en Chernobyl, la miniserie que narra el peor desastre nuclear que atravesó el planeta.

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Nos fascina el colapso de la Unión Soviética porque prefigura el desmoronamiento del reino norteamericano, en cuyas ruinas vivimos. La muerte lenta del imperio soviético estalla en Chernobyl, la miniserie que narra el peor desastre nuclear que atravesó el planeta.

El terror se narra lento, como es la naturaleza de los monstruos protagonistas. El primer monstruo es la peste invisible de la radiación: se siente en el sabor del metal en la boca, en pedazos de un extraño elemento oscuro (grafito); se contagia, queda en la ropa, viaja en el agua. Su materialidad intangible es incomprensible para los humanos, porque los trasciende; la temporalidad del activo nuclear anida en el cuerpo y lo perfora hasta descomponerlo en carne viva. La pantalla es una pecera donde vemos a los animalitos del experimento nuclear en cautiverio, retorciéndose de dolor.

El otro monstruo fundamental, eje de la economía narrativa de Chernobyl, es el régimen soviético. Es la peste hecha sistema; es intocable y está en todas partes, de su accionar irreversible es imposible escapar. Cuando Ulana (Emily Watson) intenta convencer a un camarada encumbrado del peligro letal que acecha y el tipo se niega a prestarle atención, ella le recuerda que ella es física nuclear y que él, antes de ser un burócrata poderoso, trabajaba en una fábrica de zapatos. Pero el Partido, su lógica e intereses, prevalece sobre la lógica y los hechos científicos. El terror moral se abraza al terror físico: ambos monstruos se potencian entre sí.

“Un espectro se cierne por Europa, el espectro del comunismo”, escribió Marx en El manifiesto comunista; en la serie, la nube radiactiva es el espectro indeseable que se extiende sobre Europa. En pocas horas la lluvia nuclear llega a Escandinavia, a Frankfurt, donde no dejan a los niños salir a jugar, mientras los pequeños soviéticos ni siquiera reciben yodo. El comunismo se espeja en la radiación: ese grafito radiactivo es la introducción del trabajo humano (el dios soviético) en la geología (la gran matriz rusa). El aparato de verdad del Partido encuentra al fin un rival de su tamaño: no puede controlar la interconexión del ecosistema, el carácter global de la destrucción humana.

Después de Chernobyl sabemos que aquel dios que se escondía en una ecología capaz de autorregularse, en una naturaleza que podía regenerarse, ha muerto. El Antropoceno es la nueva fase en la historia del mundo, cuando las fuerzas de la naturaleza y el Sapiens se entrelazan como dos serpientes: al punto que una determina el destino de la otra. Es un giro dramático en la vida del planeta: el humano ya no es un héroe contra el telón del universo, persiguiendo egoísta su interés; es un dios amenazado por la catástrofe, que ya no puede esconderse.

El final nos acerca al núcleo del crimen: en un régimen como el soviético, el error (y por ende, el hecho científico) no existe, es lo que decida el Partido. Chernobyl logra transmitir un silogismo interesante: si negamos la ciencia liberal, negamos la dignidad del individuo. Si no podemos corregir y aprender de nuestros errores, no hay sistema posible, físico, político o personal. El héroe Legasov (Jared Harris) elige quitarse la vida antes que ser un fantasma del Estado.

Cae la URSS y empieza el Frente de Liberación del Carbono (como lo llama la teórica Mckenzie Wark): tanto Trump como Putin niegan los efectos del cambio climático. El carbón es la energía vencedora después de la caída del Muro. Separemos ficción y verdad: Chernobyl hace un trabajo estupendo sobre la debacle soviética, pero es un retrato distorsionado de la energía nuclear. Las plantas nucleares (cuando no explotan) producen energía más barata con un ínfimo impacto carbónico, incluso menos que las turbinas de viento y otras formas de producir energía. Todos los productos del trabajo deben ser factoreados en relación con la biósfera: el capital no hace más que impactar sobre las vidas futuras y convertirse en la amenaza latente de una destrucción silenciosa. “La madre historia hizo monstruos de nosotros”, escribió el novelista soviético Andrei Platonov. Los monstruos se siguen multiplicando.