Cuando Lehman Brothers quebró el 15 de septiembre de 2008, el cámara que me acompañaba aquel día me hizo pasear varias veces entre el revoltijo de limusinas, unidades móviles, guardaespaldas y banqueros recién despedidos que allí se había formado, en el exterior de la sede central neoyorquina de la entidad, para grabarme dirigiéndome a los telespectadores en medio del caos.
Al visionar de nuevo las imágenes de semejante ajetreo casi siete años después, cuando el mundo no se ha recuperado todavía de las consecuencias de aquella jornada, me asalta inevitablemente una pregunta: ¿qué sabe ahora aquel tipo que hablaba a la cámara que no supiera entonces? Yo sabía que había comenzado una recesión: acababa de recorrer Estados Unidos grabando un reportaje sobre el cierre de 600 establecimientos de Starbucks. Sabía que el sistema financiero global estaba sometido a un fuerte estrés: había informado de la preocupación que se tenía en algunos círculos de que un gran banco estuviera a punto de entrar en bancarrota seis semanas antes de que eso ocurriera. Sabía que el mercado inmobiliario estadounidense estaba destrozado: había visto viviendas que se vendían en Detroit por ocho mil dólares en efectivo. Y sabía,además de todo eso, que no me gustaba el capitalismo.
Pero no tenía ni idea de que el capitalismo en su forma actual estuviera a punto de autodestruirse.
El crac de 2008 eliminó un 13% de la producción global y un 20% del comercio internacional. Colocó el crecimiento mundial en cifras negativas (conforme a una escala según la cual todo lo que esté por debajo de aumentos del 3% anual es considerado como una recesión). En Occidente, dio origen a una fase de contracción más prolongada que la del período 1929-1933, e incluso ahora, en el entorno de tímida recuperación que estamos viviendo, muchos economistas convencionales viven con terror la posibilidad de un estancamiento a largo plazo.
Pero la depresión posterior a la caída de Lehman no es el verdadero problema. El problema real es lo que tenemos por delante. Y para comprenderlo mejor, debemos mirar más allá de las causas inmediatas del crac de 2008 y fijarnos más bien en las raíces estructurales del mismo.
Cuando el sistema financiero global se hundió en 2008, no hubo que esperar mucho a descubrir la causa inmediata de tal debacle. Los culpables habían sido las deudas ocultas en unos productos conocidos como “vehículos de inversión estructurados” valorados a precios engañosamente irreales, y la red de compañías no reguladas y domiciliadas en paraísos fiscales conocidas –desde el momento en que el sistema comenzó a implosionar– como “sistema bancario en la sombra”. Luego, cuando se iniciaron los procesos judiciales, pudimos comprobar la escala de toda aquella actividad delictiva que condujo a la crisis y que tan normal nos había llegado a parecer.
Pero, en lo que a manejarse en la situación creada por la crisis se trataba, pilotábamos todos a ciegas, por así decirlo, porque no disponemos de ningún modelo de una crisis económica neoliberal por el que guiarnos.
Y es que, por mucho que la ideología en su conjunto se acompañe de ciertos aditamentos no muy convincentes –como lo del fin de la historia, lo de que la tierra es plana, lo del capitalismo sin fricciones, etcétera–, la idea básica que subyace al sistema neoliberal es una sola, y no es otra que la de que los mercados se corrigen solos. De ahí que la posibilidad de que el neoliberalismo se viniera abajo vencido por el peso de sus propias contradicciones fuera –entonces como aún sigue siéndolo hoy en día– inaceptable para una gran mayoría.
Siete años después, el sistema ha sido estabilizado. A base de incrementar la deuda pública de muchos países hasta niveles próximos al 100% del PBI, y a base también de imprimir dinero por un valor aproximado a una sexta parte de la producción mundial de bienes y servicios, Estados Unidos, Gran Bretaña, Europa y Japón consiguieron inyectar una dosis de adrenalina suficientemente potente como para contrarrestar los ataques y los temblores del sistema. Salvaron a los bancos enterrando sus deudas incobrables; algunas de ellas fueron simplemente canceladas, otras fueron asumidas por los Estados en forma de deuda soberana, otras fueron sepultadas en entidades financieras a las que los bancos centrales de sus respectivos países dieron una apariencia de seguridad jugándose su propia credibilidad en ello.
A partir de ahí, valiéndose de las políticas de austeridad, aliviaron a quienes habían invertido estúpidamente el dinero de la dolorosa carga de costear todas esas medidas estabilizadoras e hicieron recaer dicha carga sobre los hombros de las personas perceptoras de ayudas sociales, de los trabajadores del sector público, de los pensionistas y, principalmente, sobre las generaciones futuras. Esto ha supuesto que, en los países más afectados, los sistemas de pensiones hayan quedado prácticamente destruidos, se haya retrasado la edad de jubilación (quienes hoy terminan sus estudios universitarios tendrán que jubilarse a los 70 años) y se haya privatizado la educación hasta tal punto que los graduados se verán abocados a soportar deudas por préstamos de estudios durante toda la vida, al tiempo que se han cerrado servicios y se han congelado obras de infraestructura.
Pero, aún hoy en día, mucha gente no comprende realmente el verdadero significado de la palabra “austeridad”. La austeridad no consiste en siete años de recortes del gasto, como ha sucedido en el Reino Unido, ni tan siquiera en la catástrofe social provocada en Grecia. Tidjane Thiam, presidente ejecutivo de Prudential, expresó el verdadero sentido de la austeridad en el foro de Davos de 2012. Los sindicatos son “enemigos de la gente joven”, dijo, y el salario mínimo interprofesional es “una máquina de destrucción de empleo”. Los derechos de los trabajadores y los salarios dignos son, pues, obstáculos en el camino del restablecimiento del capitalismo, por lo que, según afirma este financiero multimillonario sin sonrojarse, deben desaparecer.
*Redactor jefe de economía del noticiero Channel 4 News. Fragmento del libro Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro, editorial Paidós.