Es natural que muchos compatriotas, la prensa y, recientemente, el Gobierno se hayan sorprendido y, luego, celebrado la llegada de un argentino al pontificado. El nuestro es un país que no suele dar buenas noticias, de modo que –más allá de las creencias de cada uno– es grato ver a los argentinos dejar de lado algunos gestos y rictus que se van modelando por la historia que viven desde hace mucho. Sin embargo, la novedad mayor es otra: Francisco es el primer papa jesuita.
Los jesuitas forman una orden controvertida. Para algunos, es el grupo más preparado y moderno; y para otros, es temido y condenado. A pesar de las incontables marginaciones que sufrieron, los sacerdotes de la Compañía de Jesús han estado desde su creación en el centro de los grandes debates y acciones de la Iglesia. La orden fue creada por Ignacio de Loyola y aprobada por Pablo III en 1540.
La compañía marca el abandono de muchas prácticas medievales en la vida clerical y la introducción de nuevas exigencias para la ordenación que le conferirán uno de los rasgos que la distinguen hasta hoy: su alto nivel cultural. Para ser ordenado jesuita hacen falta muchos más años de estudio y formación que para cualquier otra orden.
Como se suele ver en la historia, ser mejor trae consecuencias desagradables, hasta el punto de que en 1773 Clemente XIV decide la abolición de la orden, la que logra sobrevivir en Rusia hasta que retornan plenamente a la Iglesia en 1814. El rasgo que parece más relevante de la historia de la orden es su cercanía a la evolución de las sociedades, su proximidad a la modernidad.
Olivier Bobineau, en un libro que apareció hace unos días (El imperio de los papas: sociología del poder en la Iglesia. Edición CNRSRS), sostiene que uno de los problemas de la relación de la Iglesia con el mundo de hoy es que uno y otro se fundan en principios divergentes. El mundo camina hacia la modernidad, la que políticamente implica una creciente relación horizontal entre los individuos, tal como muestra el avance de la democracia y la creciente igualdad de derechos. Formas imperfectas, sin duda, pero inmensamente lejanas de la sociedad feudal y de las monarquías absolutas.
Mientras tanto, la Iglesia sigue edificada sobre un estricto principio de verticalidad, donde el poder dado por las jerarquías de sus miembros marca el funcionamiento de toda la organización.
Estos no son sólo dos principios distintos, sino que son también contradictorios e incompatibles. Parece, lector, razonable pensar que una organización que quiere insertarse activamente en la sociedad (el mayor desafío de Francisco) encontrará serias dificultades en hacerlo cuando su propio modo de estructurarse va en sentido opuesto al de las sociedades. Estas abandonan el principio de la autoridad fundada en una jerarquía permanente, y la Iglesia lo mantiene contra viento y marea.
Este no es un debate abstracto, sino complejo, que si buscamos entender lo que está sucediendo en estas materias, no debería esquivarse. Dos principios contradictorios de organización del poder no auguran un buen vínculo.
Por eso, que el nuevo papa sea jesuita, una orden que, en comparación con otras, se acerca a la manera en que se desenvuelven las sociedades, no es un tema secundario.
No soy un experto en la intimidad de la orden (sólo los conozco de cerca), de modo que me pareció conveniente volver a conversar con mi amigo, un ex jesuita, no argentino, para explorar estas cosas a las que me estoy refiriendo.
Mi amigo, durante su formación como sacerdote, estudió 19 años en prestigiosas universidades. Posee, en la tradición de su ex orden, una notable formación académica. “Amo a la orden y también a esta madre tan difícil que es la Iglesia”, me previene para separar su historia de la de aquellos que salieron del sacerdocio por razones de fe.
Rápidamente hablamos del divorcio de la Iglesia respecto de la modernidad. Me señala la manera en que Juan Pablo IIII y Benedicto XVI borraron en los hechos el avance del Concilio Vaticano IIII (1962) que había dado un gran paso para acercar a la Iglesia a la modernidad, a la evolución de las sociedades, en definitiva, a la realidad en la que debería actuar. El Concilio buscó atenuar la estructura jerárquica y piramidal de la Iglesia, que había nacido más de las luchas de poder que de las cuestiones teológicas.
Me recuerda que la jerarquía cardenalicia no existe teológicamente, con precisión, no tienen existencia eclesiológica.
El obispo, pastor, trabaja en las enseñanzas con la comunidad. Esa es la única pieza que cumple la función del magisterio, la trasmisión de la fe. Los cardenales están fuera de esto, no son parte de la trasmisión de la doctrina.
En rigor, estos “príncipes de la Iglesia” –como suele denominárselos– corresponden a formas medievales de distribución del poder, propias de la época de Constantino (708-715) y se corresponden a los feudos del poder eclesiástico. En esa forma de organización del poder, no original de la Iglesia, se basa la actual estructura, que ignora los cambios de Vaticano II y que acentúa el carácter vertical de la institución.
Los jesuitas no son favorables a estas estructuras y saben que un poder así estructurado se convierte en una seria dificultad para la reconstrucción de una Iglesia en pérdida de vigor.
El dilema que sugiere mi amigo es, si Bergoglio quiere producir cambios, tendrá que comenzar la transformación de un poder que es el mismo que lo eligió. Por lo que resultó de nuestra conversación, la historia del nuevo papa no es la de un hombre categórico. Ayudó a salvar vidas, pero su prédica no condenó los asesinatos masivos. “El cristianismo no debe ser cómodo. No hay resurrección sin cruz”, dijo mi amigo.
En la conversación sin plan, volvemos a hablar del papel de la educación, de la formación científica de los jesuitas. Para mi amigo, cuando se habla de educación, se alude directamente a la capacidad pastoral y sobre todo (lo que me pareció más importante) a la capacidad intelectual para dialogar con el mundo moderno. Se trata de la capacidad para ser interlocutor de un ateo, de los científicos; de discutir de biología, para que el tema del aborto y la contracepción no sea una expresión arbitraria. La pérdida de educación ha hecho que en gran parte la Iglesia cayera en un dogmatismo infantil: impone sin argumentar.
Stephen Hawking, uno de los mayores astrofísicos de nuestro tiempo, relató la experiencia de sus diálogos con un grupo de jesuitas con los que discutía sobre el big bang y la creación del universo. Mi amigo conoció a uno de estos jesuitas, miembros del observatorio astronómico del Vaticano. El contó cómo su interlocución con Hawking se interrumpió por la prohibición expresa de Juan Pablo II, quien en un aparente gesto de contrición había pedido disculpas –poco tiempo antes– por la persecución de Galileo.
Ignacio de Loyola dijo que los jesuitas debían combinar la contemplación y la acción; “el jesuita encuentra su contemplación en la acción”. El jesuita, en el espíritu del renacimiento, encuentra a Dios en el mundo y no fuera de él.
Un papa jesuita parece ser entonces una novedad mayor, que será inmensa si logra reunir la institución que dirige con el mundo en el que vive, trayéndola a la modernidad. guran un buen vínculo.