El comienzo del año ha sido poco auspicioso para el gobierno de Alberto Fernández. Ola de calor, masivos cortes de luz y una compleja relación con el Fondo Monetario Internacional, que estará al tope de la agenda no solo durante el primer trimestre de este año, sino probablemente durante todo el resto el mandato presidencial en curso.
Las escasas reservas internacionales con las que cuenta el Banco Central de la República Argentina tornan imperioso lograr un arreglo con el Fondo antes del 21 de marzo. Si para esa fecha el Gobierno y el organismo no logran acordar un programa, la Argentina no tendrá recursos para afrontar los vencimientos con el FMI. Un eventual impago con el Fondo agravaría los problemas económicos del país. De hecho, la perspectiva de que las negociaciones no lleguen a buen puerto ya impacta sobre los tipos de cambio paralelos y sobre el riesgo país. Los bonos surgidos de la reestructuración de deuda concluida en septiembre de 2020 cotizan a precios de default.
La negociación enfrenta diversos obstáculos. La semana pasada, en la reunión con mandatarios provinciales, el ministro de Economía Martín Guzmán destacó las amplias convergencias logradas con el Fondo tras dos años de conversaciones productivas, pero señaló a la vez que ambas partes mantienen posturas divergentes respecto del ritmo de ajuste de las cuentas públicas. No se trata de un detalle menor. Un viejo chiste señala que IMF (el acrónimo del Fondo en inglés) quiere decir “it’s mostly fiscal” (“es principalmente fiscal”). El ministro sinceró, a la vez, que aparte de las diferencias con el staff en materia fiscal, la comunidad internacional tampoco apoya la propuesta que Argentina ha llevado a la mesa de negociaciones. Varios de los países del directorio del Fondo, incluido Estados Unidos, cuyo apoyo es clave para una negociación exitosa, no respaldan la posición argentina.
¿Qué yace detrás de las diferencias entre el Fondo y el gobierno argentino? Cualquier negociación con el FMI involucra un intercambio entre la asistencia financiera y las condiciones atadas a la misma. Los gobiernos buscan maximizar la asistencia y minimizar los compromisos con el Fondo, conscientes de que estos típicamente acarrean un alto costo político. El staff del FMI, en cambio, busca asegurarse que el país receptor de asistencia asuma compromisos que aseguren su repago. Obviamente, la política está presente en las negociaciones. Las consideraciones técnicas que plantea el staff del organismo pueden ceder frente a razones de orden geopolítico de los miembros más poderoso del directorio.
El gobierno argentino tiene presentes las consecuencias que las negociaciones con el FMI podrían tener de cara a las elecciones de 2023. El principal objetivo del oficialismo es, sin dudas, llegar con chances a los comicios de octubre de ese año. Para ello debe evitar comprometerse tanto a un ajuste fiscal como a una devaluación. En este sentido, la política económica del Gobierno sigue rigiéndose por lo que hace casi un año en este mismo medio denominé como un régimen de election targeting. Bajo este tipo de régimen, la premisa es postergar cualquier tipo de corrección de desequilibrios macroeconómicos hasta pasadas las elecciones con el objetivo de no comprometer el resultado electoral. El problema en esta ocasión es que faltan casi dos años para las elecciones.
Hay una notable afinidad electiva entre el election targeting y el diagnóstico del equipo económico acerca de los problemas de la Argentina. Ello explica en parte por qué el Gobierno demoró hasta el límite las negociaciones con el FMI. Para el equipo económico, la restricción externa es la fuente de todos nuestros problemas. Queda para los economistas discutir cuán acertado es ese diagnóstico. Es evidente que el mismo se ajusta perfectamente a las necesidades electorales del Gobierno y que ha estado detrás de su política económica incluso antes de la pandemia. El Gobierno nunca oficializó un plan económico, pero es posible conjeturar que la postergación de obligaciones de deuda en moneda extranjera, tanto con acreedores privados como con el Fondo, era una piedra angular del mismo. La ausencia de compromisos externos libraría al oficialismo de la necesidad de encarar un ajuste fiscal, cuyas consecuencias electorales son conocidas.
El Gobierno sorteó con éxito la reestructuración de deuda con acreedores privados, pero optó por dilatar hasta último momento la negociación con el FMI. El oficialismo se está quedando sin tiempo y sin reservas. Y ello, en un contexto internacional que cada vez se vuelve más desafiante para la Argentina. La perspectiva de suba de tasas a nivel global y precios altos de la energía es negativa para nuestro país. Ceteris paribus, probablemente sea mejor transitar ese escenario internacional desafiante con un arreglo con el Fondo bajo el brazo antes que con un default con el organismo.
En las últimas semanas, el Gobierno sin embargo ha optado por tensar la cuerda. Ello no es del todo ilógico dado que el objetivo principal en cualquier negociación es realizar la menor cantidad de concesiones posible. La duda en todo caso es si el Gobierno tensa la cuerda con el ancho de espadas y el ancho de bastos en la mano, o si lo hace con dos cuatros y una sota.
El tiempo de la “sarasa” se agota. En poco menos de dos meses, el Gobierno debe convencer al staff del Fondo y a sus principales accionistas, y a la vez obtener respaldo doméstico para lo
acordado internacionalmente. A priori, esta última tarea debería ser la más sencilla. Sin embargo, no lo es. No tanto por Juntos por el Cambio, sino por las dudas respecto al apoyo del kirchnerismo, particularmente de la vicepresidenta, al acuerdo con el Fondo.
En diversas instancias, la perspectiva del abismo ha llevado al oficialismo a flexibilizar sus posturas. Tal vez en esta ocasión no sea diferente y la retórica beligerante de las últimas semanas sea solamente eso, palabrerío para la tropa. No obstante, siempre es riesgoso jugar al límite. Como dice una vieja canción de Aerosmith: “Viviendo al límite es difícil evitar caerse”.
*Politólogo (UCA-Ucema).