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Encuestas: +/- 2,5

En Números públicos (Fondo de Cultura Económica), Claudia Daniel analiza la particular significación cultural y política en la Argentina actual, en la que las cifras oficiales perdieron credibilidad social y son foco de disputas políticas, técnicas, mediáticas e incluso judiciales. Aquí, el capítulo en el que bucea en las encuestas electorales, que en los últimos años han sabido sufrir varios “papelones” que revelaron la validez limitada de este instrumento.

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Los márgenes de error estadístico, como el que aparece en el título de este capítulo, son referencias que permiten al consumidor de encuestas basadas en muestras probabilísticas conocer el grado de precisión de sus resultados. La presentación del margen de error en la circulación pública de encuestas surgió luego de la repetición de fallidos en los pronósticos electorales de las consultoras que tuvieron resonancia pública. En los últimos años, las proyecciones arrojadas por las encuestas electorales –las más difundidas públicamente entre las distintas variantes del sondeo político– supieron traspasar los límites de ese error considerado razonable y admitido como válido por la comunidad de especialistas: en ciertas ocasiones, sostuvieron hasta último momento la contundencia de una realidad que distó en mucho de las preferencias electorales expresadas en el sufragio; en otras, llegaron a anticipar la consagración de ganadores en la disputa electoral que finalmente tuvieron que salir de escena por la puerta trasera y con ello dejaron al descubierto la validez limitada del instrumento. Las en cuestas políticas quedaron debajo de una tormenta de críticas y a kilómetros del refugio más cercano.
La reciente pérdida de confianza en los sondeos políticos no es patrimonio exclusivo de Argentina (Armatte, 2004; Champagne, 1995; Mora y Araujo, 2010), pero, sin embargo, adquiere en el país tintes propios, que trataremos de mostrar en las páginas que siguen.
Tras la apertura democrática, cuando la herramienta empezó a integrarse a la práctica política, pero fundamentalmente con la crisis de representación y el proceso de personalización de la política propio de la década de 1990, las encuestas de opinión ganaron protagonismo en la escena pública. Los sondeos de opinión se convirtieron en la fuente por excelencia de información mediática sobre las preferencias políticas de la ciudadanía. Esta actividad no contempla sólo los sondeos preelectorales o de intención de voto. Las encuestas en materia política se enfocaron, en general, a indagar en la relación de la ciudadanía con la política, lo que involucra, además, la imagen o popularidad de los líderes políticos y la filiación o el grado de representación de los partidos; pero también abarcaron otras cuestiones de opinión de naturaleza política como, por ejemplo, la posición de la ciudadanía frente a determinadas medidas de gobierno o temas de agenda.
Un grupo de profesionales especializados en el uso y la interpretación de encuestas políticas comenzó a desfilar por los canales de televisión, ganó posiciones en las columnas centrales de los principales matutinos porteños y se erigió como el portavoz autorizado de las opiniones, preferencias e inclinaciones de “la gente” (Vommaro, 2008). La construcción acelerada –en términos relativos a los de otros grupos profesionales– de los pilares de su legitimidad social se ve hoy sacudida por el quiebre de las expectativas sociales depositadas en la herramienta (esto es, la anticipación de los resultados electorales), el desdibujamiento de su imagen de neutralidad técnica (tras las sospechas de manipulación de resultados) y la desmitificación de su papel en la consolidación de la democracia.
(…) La asociación de las encuestas de opinión pública con los principios democráticos y las libertades individuales pertenece al momento mismo de emergencia pública de los sondeos como una innovación técnica, en la defensa y justificación de la herramienta que hiciera su primer promotor: George Gallup (Armatte, 2004: 60). En 1936, contra todas las presunciones, Gallup anticipó a partir de una encuesta el resultado de las elecciones estadounidenses que consagraron a Franklin D. Roosevelt en la presidencia. Ese rotundo éxito abrió una etapa de aplicación generalizada de las encuestas de opinión en los países capitalistas avanzados que se apoyó, por un lado, en la capacidad predictiva mostrada por la herramienta, pero también en el cierre de una larga polémica académica en torno a las ventajas de la muestra representativa –que consagra la fórmula de tomar a la parte por el todo– y en el reconocimiento del estatus científico de este método. El formato de los sondeos de opinión de Gallup fue importado en otras latitudes, incluso se llegaron a realizar en la Francia bajo ocupación nazi. Pese al descrédito que le valió el fracaso del intento de Gallup de repetir la hazaña predictiva pocos años después, en la elección presidencial de 1948 en Estados Unidos, la situación mundial de posguerra contribuyó primero a la traslación y luego a la experimentación con el dispositivo encuesta en un amplio abanico de contextos sociales y culturales. El éxito de una innovación técnica como ésta logró –ante los ojos de muchos– volver medible un objeto como la opinión pública.
Frente a la rápida expansión de la encuesta como método de investigación social en el continente europeo en las décadas de 1950 y 1960, la evolución de los estudios de opinión pública en América latina suele aparecer en la literatura como “un surgimiento tardío” (Huneeus, 1999). Se trata, en realidad, del momento en que la innovación técnica alcanza el grado de solidez y estandarización suficiente como para industrializarse y orientarse a fines comerciales. En Argentina, los estudios empíricos de Gino Germani en el Instituto de Sociología de la Universidad de Buenos Aires o de José Miguens en el Centro de Investigaciones Motivacionales y Sociales durante la segunda mitad de la década de 1950, las encuestas realizadas a pedido de representantes políticos por Manuel Mora y Araujo y Heriberto Muraro en los años sesenta, publicadas en revistas como Primera Plana, y los sondeos preelectorales que circularon en ocasión de la elección de 1973 constituyen algunos antecedentes del paulatino ascenso de popularidad de la herramienta. La proliferación de los sondeos de opinión no se debió, como en Estados Unidos o en varios países europeos fundamentalmente, al empujón dado por investigadores ubicados en ámbitos universitarios, sino al interés profesional y comercial de abrir un mercado de encuestas de opinión pública que tenía como antecedente a las empresas de investigación de mercado, pero que apuntaba ahora a otro tipo de cliente.
Sin embargo, en la genealogía construida por los expertos de los sondeos políticos, el período fundador de su actividad en el país es asociado a la transición democrática e inscripto en un contexto regional. En ese relato fundacional, las experiencias previas son consideradas como incipientes y asistemáticas, algo así como la “prehistoria” de la actividad (Aguiar, 2010). El punto de origen de las encuestas de opinión en la región latinoamericana se coloca después de las transiciones del autoritarismo a la democracia de finales de los años setenta, principios de los ochenta (Huneeus, 1999). Así, la institucionalización de una herramienta que asume como supuestos básicos la libertad de expresión, el pluralismo y la valoración social de la importancia de lo que opina “la gente” habría estado bloqueada por el largo ciclo de inestabilidad política en el país, con la alternancia de regímenes militares y democracias restringidas que impedía que las elecciones se instauraran como una práctica regular, o directamente por la anulación de la competencia política durante las dictaduras militares.
Colocar el momento fundacional de la actividad en la restauración de la democracia les posibilitó a los referentes de la comunidad experta empaparse de la mística propia de la primavera democrática y envistió al instrumento de una fuerte legitimidad social. La identificación con el renacer democrático permitió asociar a las encuestas de opinión con una serie de valores como el pluralismo, la construcción de consensos e incluso la resistencia al autoritarismo, recursos que, hoy en día, cuando la validez de las encuestas políticas está puesta en duda, son invaluables y, claro está, reactivados por los especialistas en cada ataque a su legitimidad.
En Argentina, la construcción de esa especie de mito de origen que liga la empresa intelectual con el retorno de la vida democrática permitió trazar cadenas de filiación más amplias que excluyentes, donde distintos clivajes ideológicos (a excepción de los extremistas), lejos de repelerse, pudieron ser integrados al marco de la actividad. En el país, las encuestas de opinión lograron estabilizarse cuando se vincularon fuertemente a los partidos políticos. Como señalaron ya varios analistas (Vommaro, 2008; Braun, 2009), los referentes más destacados de la actividad en la década de 1980 estaban identificados con los principales partidos políticos (Julio Aurelio, con el peronismo; Edgardo Catterberg, con la Unión Cívica Radical (UCR), y Manuel Mora y Araujo, con la derecha). Sin embargo, la vinculación de la herramienta técnica con el campo científico permitía construir la imagen de esta actividad como una práctica neutra puesta al servicio de los dirigentes políticos, pero separada de las ideologías que participaban en la disputa por los espacios de poder. Esto quiere decir que se construyó una genealogía tributaria de la política –dependiente de la reinstauración de la democracia– enfocada a un objeto político (la opinión pública), pero supuestamente autónoma de los partidos y las ideologías políticas, al ser ubicada en el terreno de una práctica científica.

*Doctora en Ciencias Sociales.

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