Estaba convencido de que yo no contestaba encuestas. Quiero decir, no solo de esas que te llaman al teléfono de línea para preguntar a quién vas a votar, sino encuestas sobre literatura, como las que suelen hacer los suplementos culturales y las revistas sobre libros. Suponía que no las respondía porque me desinteresaban olímpicamente, pero evidentemente no es el caso, porque el otro día en casa de mi tía Teresa encontré un número de una revista cultural de fines de 2010 –del que no tenía recuerdo alguno– en el que me preguntaban, entre otras cosas, esto: “¿Cuáles son, para usted, los libros de autores argentinos más significativos de la década? (Mencione cinco títulos en orden de prioridad)”. A lo que respondía lo siguiente: “No me animaría a hacer una lista, menos aún en orden prioritario. Lo bueno de la literatura es que no es una prioridad para nadie. (…) Pues allí se alojan: Peripecias del no, de Luis Chitarroni, novela sobre las ruinas, sobre la negatividad, y a la vez, sobre el deseo loco de escribir. Poesía civil, de Sergio Raimondi, y Con gusano, de Eduardo Ainbinder. (…) Restos pampeanos, de Horacio González, cuyo pie de imprenta marca… ¡diciembre de 1999! Quizás como metáfora de una tradición de cierto ensayismo argentino colocado en una bisagra, en el linde entre su extinción y un recomenzar (…) Boca de lobo, de Sergio Chejfec, punto nodal en una estética de la extrañeza que pone en cuestión los fundamentos de la creencia y el verosímil literario. Y, por supuesto, la necesaria cosecha de primeras novelas: La descomposición, de Hernán Ronsino; Opendoor, de Iosi Havilio; El tridente, de Diego Sasturain, y Manos verdes, de Matías Serra Bradford”. ¿Respondería lo mismo hoy? ¡Cómo saberlo si yo no contesto encuestas!
En todo caso, me acabo de dar cuenta de que faltan unos meses para el fin de esta década. ¿Cuáles serían los libros de 2010 a 2019? Seguro Qué hacer, de Pablo Katchadjian, El viento que arrasa, de Selva Almada, y Matate, amor, de Ariana Harwicz. También Lo impropio, de Diego Tatián, y Los monstruos más fríos, de Silvia Schwarzböck. Poses de fin de siglo, de Sylvia Molloy, al lado de Genios pobres, de Claudio Iglesias. Sobre La sexta armonía, de Darío Rojo, ya escribí para otro empleador, pero no por eso debo dejar de mencionarlo. Toda la verdad, de Juan Becerra, es una de esas novelas que pienso releer más de una vez, igual que, en ensayo, 1917, de Martín Kohan. Hacia una vida intensa, de María Pía López, renueva la lectura de una época de la que pensábamos que no había mucho más para decir. En Temas lentos, Alan Pauls vuelve a demostrar que es el mejor ensayista literario entre nosotros.
Ahora estoy leyendo Late un corazón, de I Acevedo (Rosa Iceberg, Buenos Aires, junio de 2019). No suelo escribir sobre libros que aún no terminé de leer, pero puedo decir que el primer cuento –el único que leí hasta ahora–, llamado igual que el libro, es extraordinario. Tiene todo para no gustarme: escrito, como casi todo ahora, en primera persona, lleno de escenas remanidas en discotecas, etc., etc., etc. Y sin embargo, la potencia de esa narración, la brutalidad con que aparecen las citas a otros libros, la irrupción del deseo como fuerza que todo lo atraviesa lo vuelve, precisamente, extraordinario. Una vuelta de tuerca sobre la ilusión de imbricar literatura y vida.