La serie de fotos de esta columna –desconocida hasta ahora en la Argentina– fue difundida por el diario El Carabobeño y es del momento en que la Guardia del Pueblo de Venezuela (fuerza creada por Chávez) detiene a una mujer que se manifestaba en contra de Maduro. Y, una vez reducida, la acuestan indefensa en el asfalto para golpearla.
La otra foto, separada de la serie, ya es conocida en la Argentina. Es del conductor de la moto que pretendió cruzar el piquete con su esposa embarazada, llevándola de urgencia al hospital porque tenía pérdidas, cuando partidarios del Sindicato Unidos Portuarios Argentino (SUPA) que cortaban un puente de acceso a la Ciudad de Buenos Aires sobre el Riachuelo, enfurecidos, lo tiraron desde seis metros de altura.
A los integrantes de la Guardia del Pueblo venezolana no les generó ninguna conmiseración el desvalimiento de una mujer sola frente a tantos uniformados. Los piqueteros del SUPA tampoco sintieron ninguna inhibición por el hecho de que la persona a la que tirarían del puente fuera un lisiado que usaba pierna ortopédica.
No creo que las imágenes de la conflictividad de Venezuela sean un anticipo de las de Argentina en un futuro cercano, ni pienso que el kirchnerismo vaya a desembocar inevitablemente en los excesos del chavismo. La sociedad argentina tiene defensas culturales distintas a las de Venezuela, sumado a que lo militar representa imaginarios diferentes en los dos países.
Pero la naturaleza humana en estado de descontrol, propiciado por situaciones en las que un grupo numeroso se enfrenta a una sola persona o a un puñado de ellas, es universal. En masa, muchos individuos, agrandados por el poder del conjunto, pierden los frenos civilizatorios, entregan su libre albedrío al grupo y sienten que así nadie es individualmente culpable. En Venezuela, la orgía de violencia la ejecutan paramilitares chavistas y hasta fuerzas oficiales de seguridad, como muestran estas fotos tomadas en una manifestación en la ciudad de Carabobo. En la Argentina, más vacunados por nuestra historia de los abusos de las fuerzas de seguridad, esa pulsión de muerte desenfrenada es llevada a cabo mayormente por piqueteros y no pocas veces por patotas sindicales que hasta reclutan barrabravas.
Sin duda, es mucho menos grave una forma de violencia que otra, pero no debería conformarnos solamente con haber podido disciplinar civilmente a las fuerzas de seguridad y aceptar que el precio a pagar sea la pérdida del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Se puede tener las dos aspiraciones simultáneamente.
Muchachos. El secretario general del SUPA, Juan Corvalán, alineado a la CGT de Hugo Moyano, se defendió diciendo que “era gente de la villa: estaban enfrente y se cruzaron (...) Es gente que se nos infiltró, eran todos pibes de 16, 17 años, ¿cómo van a trabajar en el puerto si son menores?”.
El día anterior, a poco del incidente, cuando Corvalán estaba más atribulado y había renunciado, su versión era otra: “Me manifestaron los muchachos que conocían al hombre que fue a romper (sic) el piquete”. Ese día también Moyano salió a defender a Corvalán diciendo: “El país está viviendo un estado de violencia y el principal responsable es el Gobierno”; condescendiente, agregó: “Las organizaciones gremiales no pueden permitir que pasen estas cosas, nosotros no permitimos gente que no sea del sindicato en los actos”.
Asumiendo como cierta la hipótesis de delincuentes disfrazados de sindicalistas, será muy difícil controlar a cualquier grupo que se haga dueño de la calle, sea de civiles o de fuerzas de seguridad, si luego sus integrantes son impunes a los castigos legales.