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Apuntes en viaje

Irrealidad y luto

Si algo caracteriza la época actual, es que las fuerzas de seguridad autodeterminan su derecho a reprimir, lo cual establece un nuevo umbral de terror en democracia

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. | Marta Toledo
No recuerdo en ningún viaje haber participado de manifestaciones ni haberme topado con alguna. Podría considerarse una fatalidad. Sumarse al pueblo en plena protesta creo que es una experiencia única, que rara vez se da cuando uno es turista. Sí pude presenciar, a finales de 2001, cómo turistas de distintos lugares del mundo quedaron atrapados en Buenos Aires durante unos días. El malestar reinante en ellos se traducía como impotencia práctica: no poder retirar dinero de cajeros, no conseguir pasajes, no saber si salir de noche, no poder transitar una ciudad partida en mil pedazos. Así funciona por momentos un país sin Estado, poblado de cuasimonedas. Hace poco me crucé con un australiano que había estado acá en diciembre del 2001, y aunque en ese momento el miedo y la incredulidad lo habían invadido, pasados los años esa experiencia anárquica se había transformado en algo tan singular –ver derrumbarse un gobierno, “presenciar un pueblo que se movía como en una revolución”– que la anécdota había pasado a ser su preferida a la hora de amenizar con aventuras la curiosidad de su hijo de diez años.

Sí recuerdo haber atravesado territorios cuyos habitantes guardaban cicatrices silenciosas de sucesivas represiones. Por un lado, en el Altiplano boliviano, comunidades indígenas que cortaban rutas en contra de la prohibición de cultivar la hoja de coca y eran permanentemente hostigadas por militares y paramilitares. Por otro, maestros de Oaxaca cuyas protestas eran reprimidas por una policía analfabeta que dejó decenas de víctimas. En tercer lugar, Guatemala, donde la represión durante la guerra civil en la zona de Ixil se transformó en un genocidio de indígenas mayas que dejó la escalofriante suma de doscientos mil muertos. En cuarto lugar, las zonas de Ayacucho y Huancayo de Perú, donde las fuerzas del Estado, los paramilitares y Sendero Luminoso, dejaron un tendal de setenta mil víctimas, la mayoría indígenas humildes. Imposible transitar estos territorios sin respirar un luto que, como el apellido familiar, pasa de generación en generación. Había algo irreal –o insoportablemente leve– en ese silencio consensuado.

El día posterior al hallazgo del cuerpo de Santiago Maldonado y el resultado de la autopsia resultó un día fuera del tiempo. Esa sensación de luto inmanente que había respirado en comunidades indígenas de Perú o Guatemala retornó. La sensación de irrealidad flotaba en el aire. En las caras de amigos había cierta perplejidad: algo estaba fuera de eje, como en una composición cubista. La muerte por ahogo de Santiago Maldonado era una de las versiones menos esperadas. El ahogo era la versión abstracta de una muerte política. De un lado, los que se desahogan con el hallazgo, del otro los que detrás del hallazgo leen los pasos de un Estado que tergiversa hechos y que nunca admitirá que una represión sin control –casi una cacería– se llevó una vida. Si algo caracteriza la época actual, es que las fuerzas de seguridad autodeterminan su derecho a reprimir, lo cual establece un nuevo umbral de terror en democracia.

En la expresión de gente cercana, ese día vi el impacto de esta versión, como si se repitiera la asfixia. Todo lo sucedido el 31 de julio al borde de la ruta 40, en el predio de la comunidad mapuche Pu Lof, quedaba velado por la versión oficial: “un accidente fatal”. La versión necesaria para que la mayoría de la población, sin culpa, hiciera la vista gorda, y todo siguiera igual tres días después.