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Apuntes en viaje

La conquista

Del alto cielorraso pende una tira de lámparas en tubo que derraman luz fofa, imprimen frialdad al espacio.

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La conquista. | marta toledo

El coordinador estaba fuera de todo esto. Tenía una cualidad infantil –o bien una especie de benevolencia– que lo alejaba de inmediato del drama de la destrucción. La contienda parecía demasiado sórdida para él. Los chicos, en especial los de pechera naranja, se resistían con reflejo inesperado a la acción del patrullaje; no fue falta, y listo.

La canchita había quedado atrás, mucho más allá del portón metálico estrangulado por la estructura de hierro que ahora vibra con los ecos tartamudos que llegan del subte. Como si un mundo surgiera de otro, el SUM luce como restorán chino en descomposición, la relación con lo imposible; las escasas mesas deshilachadas están amontonadas contra una pared cubierta casi en su totalidad por estampados adhesivos de deportistas sin nombre que ostentan medallas, trofeos, la devoción extática por el triunfo. La repisa más extensa contiene un coro de objetos extraídos de las profundidades del administrador del bufé. En el rincón opuesto a la calle, al costado de un gran ventanal, una escalera metálica espiralada de ocho escalones conduce a la azotea, diseñada con un gusto injustificable por el vértigo. Del alto cielorraso pende una tira de lámparas en tubo que derraman luz fofa, le imprimen al espacio la frialdad de una cueva sepultada en un glaciar. Justo antes del ingreso a los baños, dos bibliotecas enanas con puertas de vidrio, repletas de libros raspados y fascículos coleccionables.

Héctor es el coordinador deportivo de este minúsculo club de Parque Chas (créanme: si sumamos Ortúzar y Agronomía, la mayor concentración de clubes por habitante en el mundo, un acto de fe en lo imposible de la vida). Lo conozco de siempre porque ya estaba allí cuando de niño comencé a jugar al fútbol, luego vóley, más tarde yudo. (El vocerío llega de la canchita con entonación de comedia. Las palabras del entrenador cursan el aire a ritmos discontinuos. Imparte órdenes irreversibles). En constante crisis con su peinado, Héctor presenta cara de sueño, grandes orejas, las cuerdas gruesas del ceño, hunde la mirada en el aire. Está metido en un jogging Le coq sportif azul oscuro.

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Afuera, el sol del atardecer rueda sobre el asfalto, adquiriendo en el deslizamiento tonalidades vesperales, otorgando una luz de fantasía al exhibidor de bebidas detenido en la entrada del bufé, que a esta hora se encuentra tan vacío como las calles del barrio estéril. Héctor parece envuelto en una órbita espesa en la que está girando a millones de vuelta por segundo. Mientras se rasca el mentón, dice a velocidad pedestre: “después de los 60, Ale, dejás de caminar sobre las hojas secas, oyendo crujir los huesos de las hojas; todo es cuenta regresiva, Ale”. Pronto se desliza como una bola de intuición que cae a la geografía más escarpada de su existencia, a sus grises digamos. “¿Sabés lo que pasa, Ale? Me da miedo perder las ganas, quedarme sin nafta. ¿Qué va a ser de estos pibes?” (Héctor manchado por la corrosión de la angustia, flota en remolinos de estremecimiento; el tema se cristaliza y disuelve con una inestabilidad incomprensible.) Detrás de la barra, sostenida en altura dentro de un encofrado de hierro y acrílico, la tele de tubo magnetiza la parte principal del salón. Está sintonizado Crónica, uno de esos programas que escupen la angustia de vivir. Héctor estira levemente el cogote, aprovecha un repentino cambio de aire para hablar. En una situación muy visible de desahogo me dice que a este ritmo tendrá que despedir gente, cerrar clases, clausurar los espacios del club que requieran luz eléctrica; por lo demás, no puede seguir aceptando chicos sin exprimirles el pago mensual porque solo de esos fondos, sumado un escuálido subsidio del gobierno, se nutre la conquista de pagar las cuentas (sofoca un hipo de dolor).

La oscuridad llega precipitada para cerrar el día como una almeja; el despliegue de la noche sobre el día descoloca los sentidos sacudidos a la vez por ráfagas de aire caliente. El vuelco es asombroso. Desde lo alto, los pinos escupen trozos de pinocha desflecada que forra las veredas del barrio que a esta hora vuelven a poblarse, armónicos cuerpos deambuladores arrastrados por carros, bolsas, laberintos, expectativas.