Hace dos meses que no veo a mi nieta Juana. Me mandan fotos, me mandan videos. El otro día, mi yerno entró con ella a una clase remota mía. Me cuentan que preguntó: “¿De qué habla el abuelo Daniel?”.
Hablaba, sin nombrarla, de ella. De la extrañeza de estos tiempos violentos e injustos y de nuestra imposibilidad para encontrar una salida. Y de la necesidad de encontrar una salida para no volvernos locos o no matarnos.
Mi vida no ha cambiado demasiado desde que empezó la encerrona, pero ¿no poder verla a ella, no poder ver a mis hijos? ¿En nombre de qué? ¿En qué apuntalar una esperanza sino en estar con ellos y para ellos?
Yo había dejado de fumar antes de la encerrona. Un cigarrillo por día. Después me fui al carajo. ¿Para qué, si no puedo ver a mis hijos y a mi nieta?
¿Para qué, si ella ya empezó a simular que lee y pronto lo hará de verdad y yo no he podido participar de ese proceso?
Tengo salvoconducto para circular por la calle. ¿Para qué, si no voy a poder ir a verla porque los porteros de su edificio van a denunciarme? ¿Para qué, si no me van a dejar que la acompañe a dar una vuelta de manzana?
Alguien, en la clase que ella oía sin entender bien, me preguntó a qué me refería con “imagen”. Me refería a una imagen mental, a una imagen intelectual, que puede o no tener realización verbal o visual. Cité Lo imaginario de Sartre, donde al mismo tiempo que se define la conciencia imaginante se describe la pobreza esencial del registro (“unas cualidades que se lanzan hacia la existencia y que se detienen a mitad de camino”).
La existencia de mi nieta es la única garantía de la mía. Condenarme a solo poder acceder a ella a través de imágenes paupérrimas es de una crueldad a la que yo nunca estuve sometido, nunca. Es como si Juana fuera solo un recuerdo, un personaje del pasado, como si su cuerpo no tuviera nada que ver con el mío, como si yo fuera solamente “a mitad de camino”.