La cultura de masas es, sin duda, el soporte material de la educación sentimental de nuestro tiempo. Quien quiera ponerse a zurcir los fragmentos de un discurso amoroso contemporáneo, antes que acudir a un Goethe o a un Flaubert o a sus equivalentes más o menos cercanos a nosotros, tanto más deberá abrevar en las letras hiperbólicas del bolero, en las recias moralejas del tango, en las comedias románticas del cine más comercial, en las lágrimas de media tarde de las telenovelas con galanes y sirvientas. Me remito a Beatriz Sarlo y su ensayo de referencia sobre los folletines sentimentales: la cultura popular maquina, incesante, esa fábula amorosa donde pueden calibrarse las diversas gradaciones de la pasión y del desvelo.
La literatura circula, en general, con bastantes más restricciones. El tango, en cambio, estableció un paradigma generacional, y acaso pueda reconocerse un hito de la educación sentimental del macho argentino del siglo XX en esa especie de video clip anticipado que protagonizó Carlos Gardel cantando Tomo y obligo: el pacto del varón con el varón, firmado con el alcohol que funda una amistad instantánea; el desahogo confesional del desengaño (“quiero en su pecho mi pena volcar”); el compromiso de la virilidad como un deber (“yo sé que un hombre no debe llorar”); la misoginia de rigor mascullada rencorosamente (“de las mujeres mejor no hay que hablar”); el consejo que un hombre puede brindar a otro hombre (“siga un consejo: no se enamore”).
La moda Luis Miguel sirvió para actualizar, en los años noventa, los saberes del amor que las letras del bolero acuñaban desde hacía medio siglo por lo menos. El amor como absoluto, el reino de lo definitivo, la quintaesencia de lo imborrable (“en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”), la desmesura total como escala posible para el desborde de la sensibilidad del romántico incurable (“Yo sin su amor no soy nada”).
Voy a admitir sin más preámbulos que sigo por estos días, y no sin atención, las desventuras de enamorado en derrota que desarrolla Andrés Calamaro por todos los medios tecnológicos que existen. El caso es interesante, porque el rock, o los rockeros, inventaron a las groupies justamente para verse eximidos por completo de esta clase de vicisitudes. Las groupies eran su antídoto, la garantía de su inmunidad, la prueba de su victoria final, el sello de su caída imposible. Ya se trate de las botamangas con flecos de Elvis Presley, de las que había que desprender como a garrapatas a las chicas mendicantes; ya se trate de la aparente imposibilidad de Keith Richards de distinguir a ciencia cierta a una chica de otra; ya se trate del áspero homenaje de Pappo al irrenunciable cabaret; ya se trate del corte que Juanse le da a la dulzura dentro de la propaganda de gaseosa no menos que fuera de ella.
La groupie y el rockero entablan un intercambio perfectamente equitativo, en la medida en que cada uno viene a ser el olímpico trofeo del otro. Pero ese equilibrio puede perderse a causa del mero paso del tiempo: el rockero que pasó los cincuenta y la groupie que persiste obstinadamente en sus veinte desencuentran esa paridad que era casi de guerra fría. En circunstancias así, Charly García saltó al vacío desde un noveno piso y cayó, para su suerte, en una piscina por demás hospitalaria. Calamaro parece haber saltado también, y también al vacío, pero cae indefinidamente, cae y cae y no cesa de caer.
Miento si digo que no me conmueve. Calamaro ya imploró, persiguió, se hincó, mandó flores, rondó casas, ardió de celos, mostró su dolor sin tapujos, se puso completamente en ridículo. ¿Cuál es su límite? El enamorado no tiene límites. ¿No le da vergüenza, acaso? El enamorado pierde la vergüenza. ¿No tiene amor propio? El amor propio y el amor no condicen para nada. El mito del rockero se revierte en Calamaro. La televisión mientras tanto nos ofrece, en la figura de Cacho Castaña, la versión geriátrica del macho porteño, y en las parodias de Ale Sergi con Rincón, el aire jocoso con que se toman el amor los héroes brillosos del pop gesticulante.
Andrés Calamaro, por su parte, sufre. Él mismo lo dejó dicho alguna vez: “Como un perro”. Así cantó en “Mil horas”, cuando triunfaba, cuando era joven y por lo tanto creía que lo sabía todo. Hoy se vuelve referencia en la educación sentimental que los medios de masas nos reservan con dosis parejas de banalidad y desdicha. Y si enfocamos todo eso con un cierto airecito irónico, es sólo para que no se note que, en cierto modo, nos afecta.