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La larga agonía peronista

Un balance implacable de los últimos veinte años.

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En El kirchnerismo desarmado Alejandro Horowicz postula que el proceso actual de degradación se inició en 1976 y aunque recibió un sacudón en 2001, encuentra hoy un nudo imposible de aflojar. | Juan Salatino

Como todos saben, el 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández asumió la Presidencia de la República. Había ganado las elecciones en primera vuelta con una concurrencia electoral superior al 81% del padrón. Parte de la sociedad, incluso alguna que no lo había votado, observó su victoria con cierta expectativa. Podemos desconocer, prima facie, el motivo o los cambiantes motivos, pero el resultado de esas presidenciales había despertado un interés que no ha sobrevivido. Nadie lo ignora.

El nivel de rechazo a los candidatos que encabezan ahora los espacios políticos que representaron la polarización de entonces sintetiza el balance que la sociedad tiene sobre la calidad de su dirigencia. Que ninguno de los competidores de 2019 siga en carrera nos permite saber qué piensa la compacta mayoría sobre los últimos tres presidentes. La fórmula “los políticos son una mierda”, se diga o se calle, tiñe la despolitizada, pero comprensible percepción colectiva.

Más adecuado sería admitir que los programas que repite este orden político (pero, ¿merecen ser llamados programas?) acentúan la descomposición social. Y la descomposición potencia la distancia entre representados y representantes. Las consabidas recetas económicas reproducen la crisis potenciada. Al permitir que el excedente productivo termine en el sistema financiero internacional, siguen alimentando el crecimiento de la pobreza endémica. El bloque de clases dominantes impone sus términos políticos a los sometidos asalariados, impone la regresiva distribución del ingreso. Reproduce, en otras condiciones, el orden económico que inició la dictadura burguesa-terrorista de 1976. La afirmación es fuerte; se impone justificarla.

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Un producto bruto y medio de la Argentina (unos 600 mil millones de dólares que ya no vuelven) obtiene, fugado al exterior, una plácida renta, incrementada diariamente sin riesgos (el drenaje nunca se detiene). Cuanto más ganan las empresas, más giran. Esa masa de ahorro nacional transformada en capital financiero en manos del bloque de clases dominantes es la contracara de la deuda pública que asfixia a la economía argentina. Con ese peso muerto –ahorro local transformado en capital financiero global–, no hay salida nacional democrática posible, por más que impere la democracia formal.

El saqueo adopta siempre el mismo formato: hiperinflación y default, o la amenaza de hiperinflación y default. Las repetidas corridas cambiarias –síntomas de un dólar sin ancla en pesos– anuncian ambos peligros. Entonces, para estabilizar la estructura productiva (para congelar la crisis durante un rato) se recurre al ajuste –llevando la distribución a un punto todavía menos favorable para los asalariados–, a la reducción de la masa salarial en dólares para pagar la deuda en dólares de empresas que no tienen los dólares para importar… porque los transfirieron al exterior.

Esa respuesta a la crisis (una crisis provocada intencionalmente para beneficio del bloque de clases dominantes) no produce otro efecto que multiplicarla. En ese punto estuvimos en 2019 y en ese mismo punto seguimos estando en 2023. Un dato varió: la pobreza, que en 2015 era del 30%, en 2019 rozaba el 35% y ahora supera el 40%. Y los 10 mil millones de dólares rechazados al Fondo Monetario Internacional (FMI) por decisión de Martín Guzmán y Alberto Fernández, en 2019, son los requeridos al FMI por Sergio Ma-ssa y Alberto Fernández en 2023.

Recordemos: es la repetición del Plan Austral ejecutado por el gobierno de Raúl Alfonsín. Bajo la conducción técnica de Juan Vital Sourrouille, ese plan sistematiza la acción de gobiernos cuyo programa se limita a gestionar deuda. Cuando los economistas del mercado dicen que es preciso un nuevo plan económico, en realidad, se refieren al añejo Plan Austral. Esto es, otra hiperdevaluación y sus irreparables consecuencias: se licuan los dólares de la deuda en pesos de las empresas (pueden pagarla con menos dólares), se transfieren ingresos de los asalariados en favor del bloque de clases dominantes (se reduce el salario en dólares), se produce una inflación persistente. Y es probable que en un futuro cercano, tal como sucedió con el Plan Austral, se vuelva a hablar de una nueva moneda, que no es otra cosa que quitarle ceros a la anterior. Y entonces, después de un rato de ficticia estabilidad, volver a empezar.

Todos los ajustes posteriores a 1983, matiz más o matiz menos, siguieron el mismo patrón. Eso sí, el Plan Austral perpetuo incluye el “¿indeseado?” estallido sistémico. La hiperinflación del final alfonsinista no debiera olvidarse, porque ahí se ve el ciclo entero del “programa”, ese que termina con el impacto del default combinado con la hiperinflación, que deja a millones de afectados en la calle y los lanza a la desesperación.

“¡Claro! –gritan los gurkhas del mercado desde pantallitas de televisión que, aunque distintas, parecen transmitir en cadena nacional–, las empresas se llevan la plata afuera, porque no tienen confianza en este sistema de políticos corruptos y clientelistas”. El cinismo pocas veces resulta tan eficaz. Aunque lo cínico no es, por cierto, aludir a la venal “honradez” de los políticos que hoy están en actividad. Repasemos los hechos: el eje de la continuidad sistémica arranca en 1975 con ese ajuste brutal que se recuerda como “rodrigazo”, en dudoso homenaje al ministro de Economía de Isabel Perón, Celestino Rodrigo. El “rodrigazo” descargó sobre la sociedad el shock que luego se repetiría hasta la fecha: una fuertísima devaluación del peso, aumentos en servicios públicos, transporte y combustibles de hasta el 180% y topes a los aumentos salariales. Entre el “rodrigazo” y la convertibilidad que impuso Domingo Cavallo (un sistema de paridades fijas por el que un peso equivalía a un dólar), Argentina vivió en medio de una hiperinflación de intensidad discrecional. Por momentos, se descargaba en pocos meses con toda la furia, en otros, aminoraba la marcha, pero nunca se detuvo.

Durante quince años, no existió paridad cambiaria, o bien estuvo sometida a barquinazos permanentes. Por eso en 1991 Domingo Cavallo reinventa la convertibilidad, una copia de la caja de conversión de 1890 instituida bajo el gobierno de Carlos Pellegrini. Ahora, el exfuncionario de la dictadura burguesa-terrorista de 1976 será convocado por Menem. Pero la convertibilidad estallará en 2001, porque los dólares del Banco Central son girados al sistema financiero internacional y la paridad se queda sin sustento. Así, el mismo ministro que la había creado, convocado ahora por De la Rúa para enfrentar una crisis producida por el sostenimiento de su propia receta, es quien precipita el desastre de 2001, cuando los 24 mil millones de dólares de reservas del Banco Central se terminaron de esfumar. (…)

El kirchnerismo y los derechos humanos

Es necesario reconocerle al kirchnerismo el hecho de haber recuperado algo crucial, que se había perdido por completo y que hoy –con activa colaboración de Alberto y Cristina, también hay que decirlo–, ha vuelto a perderse: el valor de la palabra pública y tal vez de la palabra en general, ese link necesario que permite que los discursos señalen de verdad hacia las cosas.

 Los lingüistas dicen que la relación entre la dimensión discursiva y la dimensión material no es ni obvia ni aceitada; lo admito, pero también dicen que de algún modo, tiene que existir. Si el lenguaje no ordenara el mundo, éste sería un caos con el que no podríamos lidiar. Y si no hubiera leyes  –que, por cierto, no son otra cosa que lenguaje–, hasta la atrocidad más flagrante estaría permitida, y la única regulación sería la de la persona más fuerte o la de menores escrúpulos. Claro que la ley es lenguaje, pero uno con amenaza efectiva. Detrás del incumplimiento de ese discurso late el castigo. Pero, cuando queda claro que la ley no logró tener ninguna incidencia y no castigó lo que a todas luces debía ser castigado, todo queda permitido, admitido en la regulación del orden social. Si los crímenes más atroces no reciben castigo, a partir de ahí hacer cualquier cosa es posible.

Hay que reconocer que cuando Néstor Kirchner mostró con hechos, no con discursos huecos, que el Estado estaba dispuesto a asumir una política de memoria, verdad y justicia sobre los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la dictadura burguesa-terrorista, un nuevo vínculo se tejió –durante un rato, al menos–, entre las palabras y las cosas. Y generaciones de jóvenes a quienes la culpa por 30 mil fantasmas inimitables no les permitía asumir el sentido primaveral y renovador de su juventud lo registraron y lo agradecieron.

Esta orientación política impuesta por el kirchnerismo –que coronaba una pelea, que buena parte de la izquierda venía dando en soledad contra el indulto a los represores, otorgado por Carlos Saúl Menem– también le devolvió a la sociedad argentina la posibilidad de debatir. Dicho en seco: la polémica estuvo obturada hasta que el Parlamento votó, en 2003, la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; hasta que se restableció la igualdad ante la ley porque torturar, asesinar y secuestrar niñas y niños, vistiendo una chaquetilla militar, no cambiaba las cosas. A todos y a todas les correspondía, por el mismo delito, igual pena. Por supuesto: que esto ocurriera luego del estallido de 2001 –que pareció una oportunidad para barajar y dar de nuevo– no fue casual.

Hasta que no hubo posibilidad de castigar el horror, no se pudo discutir en qué condiciones, por qué, cómo había ocurrido el horror. Cualquier discusión de fondo traía el fantasma de la desaparición, tortura y muerte; el pasado concebible no iba más atrás de los campos de concentración; qué había sucedido era un tabú o un casete repetido sin crítica donde “inocentes” y “monstruos” eran la única posibilidad de relato. El pasado había quedado congelado en el espanto de 1976. El “por algo será” feroz que había pronunciado la compacta mayoría durante la represión se reemplazaba por un acrítico e ingenuo “no fue por nada”, porque la objetiva ausencia de castigo a los asesinos impedía la elemental serenidad para hacer algún balance.

¿Puede el Parlamento derogar una ley? Claro que puede. Basta con dictar otra en sentido opuesto. La diputada Patricia Walsh elaboró el proyecto de anulación, que entró en vigencia el 12 de agosto de 2003. Pero, a pesar de la importancia que tuvo, con eso no alcanzaba. Reemplazar la madeja rota de la significación, que regula un orden social supone una política sistemática, y es indiscutible que el presidente Néstor Kirchner tomó la decisión de encabezar ese giro copernicano. El gesto que la sintetiza fue la orden que dio, el 24 de marzo de 2004, de bajar los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reinaldo Bignone. Ambos habían sido directores del Colegio Militar, ambos eran responsables de la política de desapariciones sistemáticas implementadas por la dictadura y, aun así, tras dos décadas de gobierno parlamentario, nadie se había atrevido a quitar sus abyectos retratos de esa galería.

La foto la sacó Víctor Bugge: el general Bendini retirando el cuadro de Videla, ante la mirada hierática de Kirchner. Dio la vuelta al mundo. Fue Roberto Bendini, ascendido por el presidente tras pasar a retiro a varias decenas de oficiales que habían apoyado la dictadura, quien cumplió la orden impartida por el presidente, comandante en jefe constitucional de las Fuerzas Armadas. Ese gesto, reforzado por la Suprema Corte de Justicia el 14 de junio de 2005, que declaró inválidas e inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, impulsó la catarata de juicios a los oficiales comprometidos con la represión ilegal. Recién entonces cambió el oxígeno político de la sociedad argentina. Los tres poderes se habían pronunciado en idéntica dirección. Nunca antes había sucedido.

Era el impacto del estallido de 2001 en el orden político. No se habían ido todos, pero las condiciones en que se quedaban habían mudado. Fue obviada  –al menos en esa primera etapa– una de las pústulas más atroces del ciclo 1976-2001: la descarada connivencia de los civiles que pidieron, orientaron y apoyaron la dictadura con los militares que ejecutaron el trabajo sucio.

Cuando asumió la presidencia, Néstor consideró reagrupar a los que habían resistido la política dictatorial después de 1983. Esa fue la famosa “transversalidad”. ¿Se quedaba con el PJ o armaba una fuerza política nueva con los elementos “sanos”, no sólo del peronismo, sino también de las otras fuerzas que habían resistido al menemismo? Pero llegaron las elecciones de 2005, y había que acordar con la liga de intendentes –duhaldistas hasta el último minuto– para asegurarse el resultado. Entonces resolvió abandonar esa posibilidad histórica. Y así obtuvo una cómoda victoria en dos direcciones: pasó a ser el jefe indiscutido del PJ y alcanzó un caudal electoral propio en todo el país  –el que Menem le había retaceado con su desordenada fuga–. De presunto Chirolita de Duhalde a presidente plebiscitado. El nuevo jefe del partido de gobierno. (…)

El kirchnerismo, los medios   de comunicación

Reconocerle este comportamiento no supone ignorar otro, diametralmente opuesto. En 2007, Kirchner permitió la fusión de Multicanal con Cablevisión, las dos empresas de televisión más grandes de la Argentina, y facilitó así la conformación del grupo económico de mayor peso oligopólico en la economía nacional. No se trató de dar un negocio a un capitalista amigo a cambio de algún rédito, sino de algo mucho más grave: permitir un cambio del peso relativo, una transformación del poder en el interior del bloque de clases dominantes que desbalanceó el poder en la sociedad argentina. Para usar los términos de Lilita Carrió, fue ni más ni menos que un contrapoder político y económico lo que Néstor Kirchner hizo nacer cuando avaló con su imprescindible lapicera presidencial la fusión entre Cablevisión y Multicanal. La diputada de la Coalición Cívica lo admitió del modo más cínico cuando se oponía a la Ley de Medios con la que, tarde y mal, el kirchnerismo intentó deshacer el entuerto: esa ley, advirtió, le impediría a Clarín ser un contrapoder. Es que en 2012 el gobierno de Cristina intentó revertir la situación sancionando una ley en el Congreso. Como si alcanzaran las leyes contra los reales contrapoderes político-económicos. Bastó que Clarín apelara a la Suprema Corte. Para evitarle malvender su parte, la Corte le otorgó al multimedio todo el tiempo necesario para que la ley democráticamente sancionada fuera inane. De modo que el grupo pasó a disponer de años para vender lo que había comprado en horas. Algo quedó muy claro: tampoco la Corte “impoluta” –aún Macri no había incluido a Carlos Rosenkrantz por decreto inconstitucional– era insensible a las necesidades crematísticas del mayor conglomerado de medios de toda América Latina. Y así la Ley de Medios se pospuso hasta que fue simplemente derogada por el gobierno de Macri.

El mecanismo con el que se permitió la existencia legal de ese gran grupo económico fue un simple decreto presidencial. En cambio, una ley votada por el Congreso tras un largo debate democrático no alcanzó para deshacerlo: la neutralizó una Corte Suprema amiga hasta que la derogó otro decreto presidencial tan veloz e inconsulto como el que había engendrado al monstruo. En la “democracia de la derrota”, es muy simple transformar las cosas si es en una dirección, pero ya no se precisan militares, desapariciones, torturas y muertes para impedir transformaciones en la otra dirección: las instituciones se encargan de volverlas tarea imposible.

Repasemos la historia que hizo posible que Néstor Kirchner fuera el partero de la corporación mediática más poderosa del continente. En la década de 1990, Carlos Menem había impulsado, a través de la Ley de Reforma del Estado, la formación de dos multimedios: Clarín y Atlántida. Durante el primer año de su gobierno, modificó el artículo 45 de la Ley de Radiodifusión, que impedía a personas físicas o jurídicas, ligadas a empresas periodísticas, presentarse a concurso para obtener licencias de transmisión radial o televisiva. Reescribió el inciso C, del artículo 43 de la ley, eliminando todo límite, para el número de licencias a las que podían aspirar –que hasta ese entonces eran tres, y por si no fuera suficiente derogó también el inciso E, permitiendo a los propietarios de esas licencias presentarse a concursos futuros.

El sentido secuencial de las medidas resulta inequívoco: la construcción intencional de un embudo monopólico. Imposible no leer continuidad en el entramado de decisiones. Alguna vez, sin embargo, Carlos Menen reconoció –en un programa de Mirtha Legrand– que había sido un “error” facilitar la concentración de la información. Y tanto Cristina Kirchner como Máximo hacen hoy lo propio, respecto de la decisión de Néstor. El de Menem es un caso de cinismo explícito. De lo contrario, ¿cómo explicar que haya creado y organizado todos los instrumentos para permitirlo? Se habla de error en el poder cuando el instrumento pergeñado resulta inadecuado para alcanzar su objetivo. Las modificaciones a la ley fueron específicas y muy adecuadas para construir el monopolio que no existía.

En el caso de los presidentes K, la batalla que dieron para elaborar y sancionar la Ley de ;edios durante 2009 y los años subsiguientes –una ley que obligaba a Clarín a desinvertir en varios medios, para ajustarse a una nueva normativa distributiva y democrática y dejar de ser el único y monumental “contrapoder”– pareciera mostrar la voluntad de corregir las cosas. Pero vayamos hacia atrás y repasemos los hechos duros: el 7 de diciembre de 2007, con la firma del secretario de Comercio Guillermo Moreno, el gobierno nacional aprobó la compra de Multicanal por parte de Cablevisión. Es imposible que Néstor ignorara qué lugar le otorgaba al Grupo Clarín semejante decisión, y Cristina afirma que le aconsejó que no lo hiciera, aunque él se mostró inconmovible. Es decir, no se trató de ignorancia, sino de una decisión consciente. Era la época en que Héctor Magnetto, CEO del grupo, frecuentaba Olivos y cenaba con el presidente mientras intercambiaban amables opiniones sobre la agenda política nacional. Fue a resultas de tan feliz entendimiento que Néstor se avino al pedido de Héctor.

El kirchnerismo y el conflicto con el campo

Pocos meses más tarde, en 2008, se rompió la relación del gobierno con la burguesía terrateniente a causa de la crisis producida por las retenciones a las exportaciones agropecuarias. En ese momento, se hizo trizas el romance entre Clarín y el kirchnerismo. La resolución 125 –que dejaba ligado el aumento de las retenciones que hacía el Banco Central a los exportadores con el aumento de los precios internacionales de esas commodities– puso en pie de guerra a la patronal agropecuaria, y Héctor Magnetto no vaciló en explicarle a su “amigo” que era un “error” del gobierno tratar de subir las retenciones.

Es importante decir que los precios de la soja habían superado los 550 dólares la tonelada, lo que arrastraba el valor de los otros granos: al aumentar la soja, se incrementaba también el área sembrada; esto no sólo continuaba arruinando la tierra, sino que además reducía el área destinada a granos como trigo y maíz, lo que generaba incrementos de los precios internos de esos productos y de todo el sistema alimentario.

Es preciso reconocer que Magnetto entendía mejor que el Poder Ejecutivo lo que se estaba poniendo en juego. Lo quisiera o no, el gobierno se enfrentaba con la clase dominante. La batalla campera fue campal y terminó en una gran derrota para el gobierno. Cristina consideró incluso abandonar el puente de mando, y ese fue el momento en que Alberto Fernández se bajó del barco. Dejó de ser jefe de Gabinete porque pensaba exactamente igual que Magnetto. Y también en esa oportunidad fue reemplazado por Sergio Massa, que de intendente de Tigre pasó a la Jefatura de ministros.

Esa derrota no le impidió a Cristina seguir ganando elecciones, pero mostró los límites estratégicos del gobierno K. El bloque campero ocupó las rutas en protesta contra la 125 y aisló grandes ciudades, las desabasteció intencionadamente mientras provocaba a la población y al gobierno tirando miles de litros de leche al asfalto. Quemó pastizales alrededor de Buenos Aires y la torturó con un humo asfixiante que llenó de pacientes respiratorios las guardias médicas del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA).

A diferencia de las medidas de fuerza de asalariadas y asalariados, que no pueden aguantar días y días de ausencia en sus trabajos porque no tienen recursos para sostenerse, estos llamados “piquetes de la abundancia” se sostuvieron meses ocupando las rutas. Los cortes crecieron y tardaron muchas semanas en llegar a la tapa de los diarios. El gobierno no los reprimió ni entonces ni después, y ni siquiera cuando las góndolas en los supermercados de Córdoba o Rosario estuvieron vacías, o cuando se sumaron episodios de violencia contra gente que necesitaba transitar y denuncias de portación de armas contra los patrones en huelga.

El bloque campero libró su batalla en las rutas y calles y la ganó, porque el kirchnerismo prefirió no acudir al apoyo popular hasta que fue demasiado tarde. Esperó desde el 12 de marzo de 2008, cuando empezó el conflicto, hasta el 18 de junio, cuando por fin convocó a una marcha verdaderamente abierta que demostró cuántos y cuántas no comulgaban con las voces de apoyo al campo que, hasta entonces, habían parecido casi unánimes.

 

☛ Título: El kirchnerismo desarmado

☛ Autor:  Alejandro Horowicz

☛ Editorial: Ariel

 

Datos sobre el autor 

Alejandro Horowicz es ensayista y doctor en Ciencias Sociales summa cum laude por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dirigió la colección Espejo de la Argentina de Planeta y actualmente es director del proyecto Historia crítica de la literatura argentina.

Fue columnista de las revistas Primera Plana, Competencia y Contraeditorial, de los diarios La Opinión, Convicción, Clarín, Sur, PERFIL, BAE, Tiempo Argentino y director del mensuario Consignas.

Ha publicado entre otros títulos: Los cuatro peronismos (1985), Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina (2003, en coautoría con Toni Negri y otros autores).