En Crímenes imaginarios, la novela de Patricia Highsmith, su protagonista, Sydney, un escritor de guiones televisivos de mala calidad e invariablemente rechazados por los productores, imagina maneras de asesinar a su mujer, Alicia, una pintora aficionada, a la que no soporta. La mujer tampoco está demasiado a gusto con el marido y un día, de británica manera, le dice que quiere cambiar de aire durante un tiempo y desaparece. Los lectores sabemos que está viva, alojada en Brighton, y tiene un amante y sencillamente no quiere dar noticias de su existencia ni al marido ni a sus padres, quienes, luego de un tiempo, deciden dar aviso de su desaparición a la policía. Entretanto esto ocurre, Sydney se comporta como si verdaderamente la hubiera matado y la policía empieza a tomarlo por sospechoso. Incluso, sale a buscar a Alicia, y cuando la ve (con el amante) finge no reconocerla, sosteniendo así la creencia de que es autor de un crimen inexistente.
No terminé aún de leer la novela y como el libro ya cuenta con unos cuantos años y no es fácil de conseguir, no defraudo ninguna expectativa pública si digo que sospecho que la autora concibe la continuación y el cierre de la historia en la lógica de un progresivo enloquecimiento de Sydney que lo llevará a cometer finalmente el asesinato que concibió en el principio del relato. También es posible imaginarle a estos Crímenes imaginarios una resolución distinta, o esperar, como buen lector disciplinado, el talento de Highsmith para sorprendernos y enloquecernos, arte en el que esta autora siempre fue una verdadera maestra. También lo es Patricia Bullrich, cuando la escuchamos decir que en el Congreso los maestros pateaban los tobillos de la policía y en las imágenes vemos cómo la policía los apalea, y sin embargo le creemos, porque así lo dice la lógica de los hechos de la novela política que compramos y que crédulamente seguimos leyendo.