COLUMNISTAS
La lengua argentina

Las palabras importan

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Trump. “No nos intimidarán con las mentiras de las últimas semanas”, arrenga irresponsable. | cedoc

El relato que se hace de la realidad (que inevitablemente hacemos de la realidad) nunca es trivial, aun cuando su objetivo sea inocente. Pero sus consecuencias son necesariamente temibles cuando ese relato es malintencionado, falaz y tramposo. Cuando quien lo produce solo busca sacar ventaja mediante un chantaje solapado.

Cualquier hablante del español admitiría que la manipulación consiste en distorsionar la verdad o la Justicia por medio de intervenir, con astucias arteras, en la política, en la economía o en la información para beneficio de intereses personales. Y, como afirma Teun Van Dijk –a quien seguiré en esta columna–, en contra de los intereses reales de los manipulados. ¿De qué manera? Normalmente, con el discurso.

Y es que la manipulación es una práctica discursiva de abuso del poder por la que un sujeto con alguna clase de jerarquía sea ésta la que fuere –incluso psicológica– y en concurso con la falacia de autoridad, insta a otros a creer algo y a actuar de determinada manera que lo favorece. Con un mensaje avieso e insidioso que anula la capacidad crítica de esos otros.

Desde luego, cuando el sujeto tiene voz pública y legitimidad institucional, la manipulación afecta a más personas. Su peligrosidad es directamente proporcional al nivel de poder y al grado de influencia que tiene el manipulador.

No ha de confundirse la manipulación con el engaño. Mientras esto es una falta a la verdad del pensar, el decir o el hacer, aquella tiene además un alcance social definido: uno de sus propósitos consiste en reproducir condiciones de inequidad más o menos extendidas.

En la mayoría de los casos y gracias a la ascendencia del manipulador, la manipulación refuerza creencias de los manipulados. Como bien saben quienes estudian los fenómenos comunicacionales, la consonancia entre las ideas previas del receptor y la información recibida se traduce en economía interpretativa y fomento de la convicción. Y en eficacia para motorizar las acciones de los convencidos mediante el recurso a las emociones más profundas.

El miércoles 6 de enero, pocos días antes de la asunción de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos, el presidente saliente, Donald Trump, se dirigió a sus seguidores. Con ese gesto adusto y ese tono arrogante de combate al que nos tiene acostumbrados, encendió una mecha que nunca debió ni debiera encenderse.

En una arenga irresponsable aunque previsible, repitió el argumento que repite desde que se conocieron los resultados de las elecciones. “No nos intimidarán con las mentiras de las últimas semanas”, “Hubo un fraude como nunca hubo en este país”, “Esta elección se la han robado a ustedes, a mí, a América”, todo sin una sola prueba de que eso haya sido así. Porque no fue así.

Y lo que es aún peor, instigó a una violencia inadmisible, fundada en una teoría conspirativa tan indiscutible como la de los terraplanistas que no ven la curvatura de la Tierra desde la terraza. Con “La izquierda radical sabe exactamente lo que está haciendo y es momento de que alguien haga algo en contra de eso” y “Luchemos fuerte y si ustedes no luchan fuerte no van a tener nunca más un país”, incitó a la masa a moverse enardecida.

Como se conoce a estas alturas, sus expresiones no fueron inocuas. Poco importa si Trump imaginó siquiera el penoso saldo de cinco muertes que dejaría el ingreso de los manifestantes al Capitolio. Esa verba azuzante jugó con un fuego irremediable.

No logró, sin embargo, su fin último. Los congresistas, ojerosos y atemorizados, pero presentes, ratificaron esa noche la victoria del demócrata Joe Biden como presidente de los Estados Unidos hasta 2024. Y el capellán del Congreso ante ellos, en una plegaria que será perpetuada, oró: “Estas tragedias nos han recordado que las palabras importan y que el poder de la vida y la muerte reside en la lengua”. Las palabras importan.

Así es: el relato que se hace de la realidad –quién lo duda– puede ser sanador. Pero también en las palabras habita el poder de sentenciar a muerte.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.