A menudo los papas (y muchos cardenales y obispos también) sintieron la tentación de intervenir políticamente en las cuestiones de los Estados, sobre todo cuando se trataba de sus propios países. Es conocida la tarea desarrollada por Juan Pablo II en su patria a través de los asiduos contactos con el sindicalista católico, luego presidente, Lech Walesa, y el encuentro con el entonces presidente comunista, el general Wojciech W. Jaruzelski. No sería posible leer la historia reciente de Polonia sin atender a las decisivas intervenciones papales. Tampoco había sido fácil para el demócrata cristiano italiano Alcide De Gasperi (uno de los “padres” de la Europa de posguerra, junto con Konrad Adenauer y Robert Schuman) lidiar con el temperamento de Pío XII y las presiones políticas de sus allegados. Pablo VI nombró secretario de Estado a un francés, Jean-Marie Villot, lo cual le permitió a la Iglesia tomar distancia de la política italiana. En ese sentido, es admirable la conducta de Benedicto XVI, tan respetuoso de la “autonomía de las realidades humanas”, según señala la constitución Gaudium et Spes. Hubo personajes de muy frondosa acción política. Un solo ejemplo: el cardenal Camillo Ruini, hoy caído en desgracia, durante largos años obispo auxiliar de Roma y presidente de la conferencia episcopal italiana, amigo del tan sombrío Silvio Berlusconi.
Tampoco Francisco escapa a estos escenarios. Recientemente, provocó amplia repercusión en los medios su misiva al concejal Gustavo Vera (donde, preocupado por el avance del narcotráfico y la deserción del Estado, pide evitar la “mexicanización” de nuestro país). El gobierno de México expresó oficialmente su “tristeza y preocupación” por los insólitos comentarios del Papa. Con celeridad, el Vaticano se disculpó expresando que “la Santa Sede considera que el término mexicanización de ninguna manera tendría una intención estigmatizante hacia México”. Las aclaraciones pusieron punto final al entredicho. Probablemente, para Bergoglio estas idas y vueltas ayudan a reconsiderar el rol del papado, que él no cree tan infalible.
Otros interrogantes emergen en la opinión pública: ¿por qué Francisco se comunica de manera tan heterodoxa y “desordenada” con los más variados personajes? Si no atendiéramos a las críticas del ex presidente uruguayo Jorge Batlle, que considera a Francisco demasiado kirchnerista y no ya tan sólo filo peronista, podrían recordarse las leyendas que rodeaban el estilo comunicacional de Hipólito Yrigoyen, y sus correligionarios, que le ponían palabras al silencio del líder radical y creaban un complejo entramado de versiones. El ex arzobispo de Buenos Aires siempre practicó un estilo personalista, a veces desconcertante, a la hora de comunicar.
Lo que parece difícil de sostener, más allá de los inconvenientes que puedan causar las maneras desacartonadas y caudillescas de Bergoglio, es que sus guiños sean fruto de ingenuidades o arrebatos. El actual pontífice siempre fue un hábil estratega de marcada vocación política. Su manera de actuar y de expresarse genera perplejidad en los medios oficiales (religiosos y políticos) pero cautiva a las multitudes que crecen a su alrededor, en la Plaza de San Pedro o en sus viajes. Ni siquiera necesita expresarse en otros idiomas. Le bastan su castellano rioplatense y un poco de italiano para acompañar los elocuentes gestos. ¿Y cómo no va a preocuparle el crecimiento de la droga en la Argentina y la violencia que genera? ¿Cómo no va a dolerle el destino de tantos jóvenes adictos, a él que siempre estuvo cerca de quienes sufren o están marginados? ¿Acaso no decidió en estos días que se le diera dignísima sepultura en el histórico cementerio teutónico a un linyera de Roma, a quien varios prelados acostumbraban ayudar? En síntesis, Bergoglio sabe lo que quiere y da a entender que sabe cómo lo quiere expresar. No será tan simple pretender darle clases de diplomacia.
*Director de la revista Criterio.