La línea Mason-Dixon, establecida entre 1763 y 1767 para resolver una disputa territorial entre cuatro colonias británicas, terminó siendo la que simbólicamente separa el Norte del Sur en los Estados Unidos, con todas las connotaciones que la historia le fue agregando con el correr del tiempo hasta desembocar en la actual confrontación, cada vez más radicalizada, entre la izquierda y la derecha. Hay una monumental novela de Thomas Pynchon, Mason & Dixon, que habla (entre otro millón de cosas) del trazado de la línea y de las desventuras de los astrónomos encargados de la tarea. Pero no la leí, porque está escrita en un inglés arcaico y tampoco me arriesgué con la traducción (las traducciones de Pynchon suelen ser malas sin esa dificultad adicional). En cambio, sí mil veces una canción que la menciona: Hey Porter!, el primer tema que grabó Johnny Cash para Sun Records en 1954. Allí el narrador vuelve a casa y pregunta cuánto falta para cruzar la línea Mason - Dixon y pide que el tren se detenga cuando lo haga, porque quiere “poner los pies en el suelo del Sur y respirar su aire”. No sé si las últimas cancelaciones impuestas en Estados Unidos permiten que la canción se escuche, porque habla con nostalgia de Dixie y esa cosas que no están bien vistas.
Hace unos meses, exageré aquí sobre las bondades de la serie Homeland. La abandoné después de un tiempo, pero como la manía de las series me atacó de nuevo (esta columna es testigo), la retomé y estoy a punto de terminarla. La temporada 7 tiene algo de historia contrafáctica sobre la hipotética presidencia de Hillary Clinton. Es particularmente irregular, pero plantea un par de cuestiones interesantes sobre las líneas que son imposibles de atravesar. En la temporada seis la progresista presidente electa Elizabeth Keane sobrevive a un atentado contra su vida perpetrado por la oscura comunidad de inteligencia, respaldada por la propaganda de Brett O’Keefe, un demagogo sudista de ultraderecha (el equivalente a un fanático de Trump). Pero cuando Keane asume, se pone paranoica, deviene estalinista y decide vengarse del medio país que no piensa como ella. Entonces, por un momento, hasta el fanático O’Keefe y su reivindicación de la libertad parecen la posición correcta. Después, la presidente vuelve a girar hacia la moderación y el argumento la obsequia con una serie de llamamientos a la unidad, la tolerancia y la democracia, mientras fuera de la Casa Blanca, la heroína Carrie Mathison se juega una vez más la vida contra el verdadero enemigo de la nación, que son los espías rusos con sus asesinos y sus intervenciones en las redes sociales.
A la luz de los hechos, es evidente que solo un trovador como Cash o un político de fantasía como la presidente Keane pueden cruzar la actual línea Mason - Dixon e interpelar a los del otro barrio. También es imposible que un político real tenga un acto de renunciamiento o de generosidad política. Y, sin embargo, todos invocan la unidad en cada discurso. Este estancamiento de la retórica política, que debe llevar mucho más de un siglo, solo puede ser roto en la ficción o en el arte. Fuera de ellas, se vive una eterna antesala de la guerra civil. Y ahora, después de mirar el mundo en perspectiva, me vuelvo a casa a ocupar mi lugar de un lado de la grieta.