El aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera ha provocado que las temperaturas de superficie promedio a nivel global aumentaran casi un 1°C en los últimos cien años. No hay dudas en la comunidad científica de que estos cambios son una consecuencia directa de la actividad humana. Sin embargo, parece cada vez más improbable que estemos en condiciones de reducir lo suficiente las emisiones de GEI como para frenar y luego revertir el calentamiento global.
Se espera que los costos de esta incapacidad –crecientes niveles de los océanos, desplazamiento masivo de la población, episodios de condiciones climáticas extremas más frecuentes y propagación de nuevas enfermedades infecciosas– sean catastróficos, aun sin considerar los “riesgos de eventos excepcionales” verdaderamente apocalípticos identificados por el difunto Martin Weitzman de la Universidad de Harvard. Y muchos de los costos serán asumidos por los jóvenes de hoy.
En esta situación, ¿la “huelga escolar por el clima”, un movimiento internacional de estudiantes y activistas jóvenes, podría ser la solución? Sí y no. El mundo –particularmente Estados Unidos– necesita una llamada de atención. Hay que hacer añicos nuestra falsa sensación de confort –alentada por discursos engañosos sobre geoingeniería y otros remedios tecnológicos milagrosos–. Ofrecer respuestas sólidas ante los gigantescos desafíos colectivos siempre ha exigido un compromiso sostenido de parte de los ciudadanos y de la sociedad civil.
Pero la transformación social también exige nuevas leyes, normas e incentivos. Sin una legislación relevante, las empresas y los individuos no cambiarán su manera de actuar. Y sin la aparición de nuevas normas, las empresas siempre encontrarán maneras de evadir las nuevas leyes. La legislación y las normas, por lo tanto, deben trabajar en tándem para establecer nuevos incentivos de larga duración.
La indignación manifestada por los jóvenes activistas climáticos de hoy podría impulsar un cambio en las normas globales. Pero la ola actual de activismo tendrá que ser traducida en un movimiento político organizado que pueda rivalizar con el poder de la industria de los combustibles fósiles, quizá fusionándose con los partidos verdes existentes o tomando el control de estas agrupaciones. El desafío para los activistas es elevar las preocupaciones climáticas por sobre todas las demás cuestiones, para que la gente apoye las políticas destinadas a reducir las emisiones de GEI sin importar sus prioridades económicas, sociales y culturales. Solo entonces podrá desplazarse el centro de gravedad político de la cuestión.
Tal como están las cosas, la mayor debilidad del movimiento juvenil actual es que no tiene una agenda coherente para descarbonizar la producción económica. De hecho, muchos activistas jóvenes consideran que los mercados y el crecimiento económico son parte del problema. Después de todo, la industria de combustibles fósiles durante mucho tiempo ha apelado a los principios del libre mercado cuando hacía lobby contra los impuestos y la regulación del carbono.
Pero el mercado podría ser un arma poderosa para combatir el cambio climático. De hecho, no hay ninguna razón para pensar que el crecimiento económico deba ser una víctima de la acción climática. Un impuesto al carbono apropiadamente alto fijaría un precio predecible para el daño que las actividades económicas con altos niveles de emisiones de carbono infligen a la humanidad, alentando así a las empresas y a los hogares a abandonar las actividades que emiten carbono. Y al indicar que el carbono es una amenaza ambiental importante, un impuesto cumpliría la función dual de alentar un cambio normativo.
Sin embargo, si un impuesto al carbono ha de ser efectivo, necesitaría ser mucho más alto que la tasa actual en muchos países, que se basa en un precio implícito de 30-50 dólares por tonelada de CO2. Y, aun entonces, los responsables de las políticas y los activistas climáticos tendrán que avanzar un poco más. Si bien un impuesto alentará a las empresas a buscar fuentes de energía más limpias, no es un gatillo lo suficientemente poderoso para el desarrollo de tecnologías alternativas de bajo consumo de carbono. Así las cosas, los impuestos al carbono deberían estar complementados con “subsidios verdes” bien diseñados para las empresas y los investigadores que desarrollan tecnologías eólicas, solares y geotermales, y para aquellos que trabajan en nuevas maneras de limitar las emisiones de las tecnologías existentes.
Al igual que los impuestos al carbono, los subsidios verdes potencian el poder del mercado. No es casual que la mayoría de los principales avances tecnológicos del siglo XX –antibióticos, tecnología informática, internet, nanotecnología– provengan de gobiernos que lideraron y crearon mercados. Si bien la investigación y los subsidios financiados por el gobierno fueron instrumentales a la hora de crear los incentivos, poco se habría logrado sin el sector privado. Para ver cómo es un respaldo estatal sin un mecanismo de mercado robusto detrás, consideremos la desastrosa experiencia de la Unión Soviética en los años 1970 y 1980.
Finalmente, los jóvenes activistas climáticos de hoy no deberían suponer que el futuro de la humanidad en este planeta depende de interrumpir o recortar seriamente el crecimiento económico. Una transición a una economía de bajo consumo de carbono por cierto requerirá sacrificios. (Los argumentos de que un Nuevo Trato Verde puede reducir las emisiones y al mismo tiempo impulsar el empleo en el corto plazo no son creíbles). Pero, en definitiva, el crecimiento económico se puede ver beneficiado por políticas verdes bien diseñadas. Es más, las políticas destinadas a enfrentar el cambio climático tal vez no sean sostenibles en ausencia de crecimiento, teniendo en cuenta que las dificultades económicas pueden disminuir el respaldo público de reformas de amplio alcance.
De todos modos, el futuro del crecimiento no puede descansar en producir productos cada vez más manufacturados. Nuestra tarea es encontrar maneras mejores y más creativas, y que exijan menos recursos para satisfacer las diversas necesidades de más de siete mil millones de personas. Una vez que se haya concluido la transición a una economía más limpia, el crecimiento puede continuar sin agravar nuestra huella climática.
Los activistas climáticos tienen razón de pujar para que exista un entendimiento compartido sobre la necesidad de encontrar mejores maneras de producir y consumir energía. Pero, más precisamente aún, necesitamos que el crecimiento económico continúe –y no solo para mantener el respaldo político de una agenda de políticas verdes–. En un mundo donde más de mil millones de personas todavía viven en condiciones de extrema pobreza, y donde miles de millones más aspiran a un nivel de vida más alto, una promesa realista de crecimiento compartido será mucho más atractiva que los reclamos para que se frene el progreso económico.
Tenemos con los activistas jóvenes de hoy una inmensa deuda por haber encendido la señal de alarma. Ahora, necesitamos convertir su entusiasmo en una fuerza política institucionalizada, y desarrollar un plan para una agenda económica potente, bien diseñada y productiva. Los mercados no tienen que interponerse en nuestro camino. Por el contrario, podrían ser un aliado poderoso.
*Profesor de Economía en el MIT. Autor de Por qué fracasan los países.
Copyright Project-Syndicate.