Hace unos años escribí una novela corta basada en una de las historias más atractivas que descubrí: el manuscrito Voynich, un libro en apariencia medieval, escrito en una lengua artificial), e ilustrado con dibujos de mujeres desnudas y constelaciones que podían ser gametos o disposiciones atómico-nucleares y con plantas que no se conocían en Europa. Durante siglos el libro pasó de mano en mano y permaneció indescifrable, atravesaba la historia de Europa como la valija que arma la acción en las películas de Hitchock. E incluso se sospechaba que podía haber sido fraguado por su descubridor, Wilfred Voynich, un anticuario que a principios del siglo XX solía falsificar pasaportes para los bolcheviques. En el momento en que descubrí la historia, y como lo ignoraba todo al respecto y no conseguía bibliografía que me instruyera sobre el asunto, livianamente fui levantando material de internet (no era la primera vez que lo hacía ni será la última), juntando buena y mala información al respecto, llenando los huecos documentales con esos datos, y si no, inventándolos, ya que no intentaba un trabajo académico sobre la autenticidad o no de un texto y sus sentidos, sino escribir una ficción especulativa sobre las posibilidades infinitas de la interpretación.
Uno de los libros que más se mencionaba como fuente en internet era Los libros condenados, de Jacques Bergier, autor lleno de hipótesis sospechosas y dueño de una imaginación paranoica, que lo llevaba a sostener la existencia de una conspiración milenaria, urdida por una abstrusa secta denominada Hombres de Negro, que a lo largo de las épocas recorrían el mundo quemando libros ocultos que difundían secretos místicos o cósmicos o científicos que no debían ser revelados a causa de la insuficiente evolución de la humanidad.
La hipótesis era tan convencional como tentadora, así que entre tantos busqué Los libros condenados durante años. El otro día, por azar, revisando una librería de viejo, cayó en mis manos. El libro es, evidentemente, fuente de autores de la clase de Dan Brown, pero su rejunte de datos y de inventos tiene su encanto. Le dedica un capítulo al manuscrito Voynich (nada nuevo, viejo), y uno a John Dee, un alquimista y espía inglés, otro de los posibles autores del manuscrito como falsificación, destinada a sacarle plata al crédulo Rodolfo II de Habsburgo, coleccionista, esteta y mecenas. Para lo que iba a contar, me quedé corto de espacio. El misterio continúa.