Francisco revolucionó la política argentina: el kirchnerismo se alarma por las tensiones que podría tener con el Vaticano y la oposición se entusiasma con cambiar el clima. Sin embargo, el jefe de la Iglesia está más preocupado por los escándalos eclesiásticos que por las elecciones locales. La geopolítica vaticana le anticipa a Jorge Bergoglio un desafío mucho más global que el de la política vernácula.
El marketing de la austeridad franciscana sirve para frenar los escándalos de lavado de dinero que salpicaron al Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como el Banco del Vaticano. La Justicia italiana investiga transferencias de decenas de millones de dólares realizadas al IOR en operaciones que podrían tratarse de blanqueo de capitales.
Otro de los obstáculos es la pérdida de fieles de la Iglesia. Los cardenales han elegido un papa latinoamericano, una región amenazada por la pérdida constante de feligreses. Según una estadística difundida por el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), diez mil personas por día abandonan la Iglesia Católica en América latina.
Francisco también debe lograr comunión entre los propios cardenales. La lucha de facciones dentro de los muros vaticanos fue la que le puso fin al papado anterior. Joseph Ratzinger renunció luego de que las presiones internas fueran insostenibles. El escándalo conocido como VatiLeaks hizo que L’Osservatore Romano concluyera que Benedicto XVI fue “un pastor rodeado por lobos”. Para ahuyentar esos temores, Bergoglio tiene en sus manos el dossier ultrasecreto de trescientas páginas que realizó el cardenal español Julián Herranz Casado, un hombre del Opus Dei.
Dinero sucio, sangría de fieles y una feroz interna palaciega. Menudo trabajo tiene Francisco por delante. Está claro que, aunque los papistas argentinos lo deseen, por el momento Bergoglio no tendrá tiempo para Argentina.