Jasper Kane y John McKeen tenían desde los años 30 una pyme en Brooklyn. Se dedicaban a hacer vitaminas y algunos jugos cítricos para Coca Cola, hasta que en 1941 participaron de una conferencia con el presidente Franklin Roosevelt con un objetivo: producir penicilina de forma masiva.
Los empresarios propusieron readaptar unos tanques que usaban para fermentar ácidos y ponerlos a producir penicilina a granel. Con el apoyo del Estado armaron un complejo industrial en solo cuatro meses. En 1944, los aliados que aterrizaron en Normandía en el famoso Dia D lo hicieron con un kit de inyección de penicilina cada uno, lo que les permitió atacar rápido las infecciones y así bajar el índice de mortalidad respecto de la Primera Guerra Mundial. Casi todos esos kits los había hecho por esa compañía de Kane y McKeen, que se llamaba Pfizer.
Desde que nació, el gigante que hoy factura más de US$ 50 mil millones por año tiene en su ADN negociar con gobiernos en situaciones extremas y bajo presión. Hoy, en la Argentina, protagoniza un cruce de película con el Gobierno por un convenio –por ahora caído– para proveer al país de su vacuna contra el coronavirus, que ha sido aprobada y empieza a llegar en varios lugares del mundo gracias a las pruebas clínicas que se hicieron, entre otros lugares, acá mismo.
Es difícil entender qué pasó realmente desde aquella foto en julio del CEO de Pfizer en el país, Nicolas Vaquer, en la residencia de Olivos, hasta esta semana en que el Gobierno salió a acusar a la empresa de pedir “condiciones inaceptables”. Se supone que fueron más inaceptables que el haber sancionado en forma exprés y a pedido de la corporación de una ley que da inmunidad a los directivos de la compañía y prórroga de jurisdicción para que eventuales reclamos corran en la justicia extranjera y no en tribunales locales.
Las versiones de que una merma en la producción global le impide a la compañía cumplir con las tres millones de dosis que había comprometido y los rumores de que pidió un adelanto de US$ 20 millones o de que exigió la firma del Presidente de la Nación crearon un universo de incertidumbre que contrasta con la claridad que ha manejado Pfizer por ejemplo en Chile. Su gerenta general allí, Marta Diez, explicó por radio el viernes que por “alta demanda” habrá una primera entrega de “dosis limitadas”, que calcula en unas 20 mil antes de fin de año, para luego en el primer trimestre de 2021 alcanzar los 1,6 millones de vacunas.
En nuestro país, la compañía hasta ahora se llama a silencio pero juega también otro partido. El 10 de diciembre, la cámara de los laboratorios extranjeros, CAEME, publicitó que Vaquer asumió como su flamante presidente, para representar a las 41 empresas que operan en la Argentina, que se concentran cada vez más en las llamadas drogas de alto precio. En el sector interpretan que las multis farmacéuticas buscaron con el nombramiento aprovechar el timming del vínculo que suponían iría creciendo con el gobierno nacional de la mano de la diplomacia de la vacuna, y que ahora les salió un poco el tiro por la culata, pero nunca se sabe. De hecho, en el comunicado oficial resaltaron que Vaquer antes de ocupar el cargo de gerente general de Pfizer había sido encargado del área de vacunas para la región “contribuyendo a los programas de inmunización”.
“Las farmacéuticas nos están tomando el pelo”, opinó esta semana en The New York Times el periodista especializado en ciencia Stephen Buranyi. En su mirada, la carrera por una solución definitiva para la pandemia es también una carrera del big pharma, por un lado, por ingresos. El analista Geoffrey Porges, de SVB Leerink, había calculado un retorno de entre 60 y 80% para Pfizer si la vacuna se cobraba U$S 19 la dosis. Pero por otro, también, es búsqueda de reputación, tras años en que pagaron multas y reconocieron fraudes o malas prácticas. Hace algunas semanas la firma Purdue Pharma pagó US$ 5500 millones en multas y reconoció haber promovido la adicción al opioide Oxycontin. En 2009, la propia Pfizer había batido el récord de multas entonces con US$ 2300 millones por vender el analgésico Bextra para usos que no estaban permitidos.
Con recursos limitados y en medio de una guerra galáctica de monstruos farmacéuticos y potencias desesperadas por asegurarse la vacuna porque ya les explotó la segunda ola, la Argentina, es cierto, en muchos casos hace lo que puede. Pero tras la semana en que confirmamos cómo Pfizer nos hace el ole, en que de casualidad Putin nos avisó que nos habían abrochado con la Sputnik V cuando aún no está la aprobación para los mayores de 60 y, en otro orden, en la semana en que a varios chinos les salieron rulos por el shock de ver al Presidente en una foto con un cartel contra un acuerdo porcino que él mismo avala y por el que ya estaban gatillando inversiones, se hace imperioso un mantra, un eslogan, una frase guía para el Gobierno en el futuro: mejor no boludear con gigantes.