Los humanos se retiran a sus madrigueras. El único dueño de las ciudades es el Covid, la bestia invisible que salta de persona en persona, el monstruo que se esconde y ataca a la especie desde adentro. Los humanos se retiran, y vuelven los peces y los cisnes a Venecia, la polución baja, el planeta (dicen) respira. Alguien filma a un jabalí corriendo por Barcelona vacía de noche. El Instagram de una actriz vegana me interpela: “¿Y si el virus somos nosotros?”.
Los virus se reproducen, pero no comen, no respiran, no excretan. Un virus asiático nos vuelve a todos hikikomoris, los ermitaños modernos de Japón, precursores de los incels. Es un virus de extrañamiento: por primera vez podemos ver de cerca la osamenta que recubre nuestro sistema de vida. Eramos hámsters y cuando nos sacaron la ruedita, la economía se derrumbó. El mercado no puede imaginar una jaulita vacía. Un mundo sin cuerpos humanos, hecho de vacío y silencio.
La guerra es entre la virósfera y nosotros. La pandemia se hace una con el poder político, el ejército y la policía patrullan las catedrales abandonadas de la era del Capital. Tenemos que imitar al depredador: extender el dominio de lo humano contra la virósfera. Reproducirnos: fuera del ADN, la tecnología humana más exitosa para desplegar nuestra subjetividad hasta ahora es la Cultura –y su sucedáneo, el software–. Escribir es reproducirse: creamos ideas que buscan existir en las mentes de otros, volverse adictivas, contagiosas. Un libro, como un programa, es siempre un intento de colonizar otra mente, busca infectar, anidar, aparecer en otra casa vía la transmisión de un contagio. Crear una cierta dependencia. Alberto pidió a los argentinos que dejemos de abrazarnos y tomar mate. Vamos a adorarnos a lo lejos, a fantasear la nostalgia de viajar en un colectivo lleno, de sentir la horda propia respirándonos cerca. Éramos felices, lo teníamos todo y no lo sabíamos.