“Tengo un mundo de sensaciones, un mundo de vibraciones que te puedo regalar. Tengo dulzura para brindarte, caricias para entregarte, si tú me quieres amar”.
Roberto Sánchez
Max Weber, uno de los fundadores de la sociología, creía que el destino de nuestra época iba indefectiblemente orientado hacia la “racionalización”. Esto implicaba tres planos principales: “la intelectualización”, “el desencantamiento del mundo” y “el desarrollo de la racionalidad”. Obviamente no conoció esta Argentina de 2019.
La intelectualización significa el dominio y aplicación del conocimiento técnico en empresas y el Estado, sumado a una sólida burocracia estatal. El desencantamiento del mundo aplica al distanciamiento de los individuos con la religión y el fin de los misterios del funcionamiento del mundo, y en tercera instancia, la racionalidad es la forma para alcanzar un fin determinado mediante el cálculo de los medios adecuados. La relación medios-fines es uno de los aspectos más interesantes en Weber, pues para lograr un rumbo exitoso se necesita de antemano conocer los objetivos que se proponen, o al menos qué se espera al final de un camino. ¿Qué objetivos se plantean para la Argentina dentro de cuatro años? No es clara la respuesta.
Malestar en la cultura. Dentro de los miles de desacuerdos, sí existe un consenso en Argentina, y es que las cosas no van bien. No hay conformidad sobre cómo funciona el país, es casi un desaliento inmanente. Esto puede identificarse en términos macro: inflación galopante, pérdida del valor de la moneda, corrupción estatal, un nivel de endeudamiento imposible para una pequeña economía y niveles de pobreza incompatibles con una sociedad integrada y con paz social. Sin embargo, el malestar también se verifica en la escena micro en la vida cotidiana, donde las empresas de servicios públicos incumplen sus obligaciones, las reglas cambian todo el tiempo, las luchas en el tránsito para imponer la ley del más fuerte son un desaliento para quienes deben desplazarse, hasta la impuntualidad clásica de los argentinos. Aquí las respuestas se abren entre dos paradigmas: quienes creen que el Estado debe regular todas estas cuestiones y quienes sostienen que el mercado es el mejor ordenador, casi “natural”.
Los argentinos suelen adjudicarles a “los políticos” la responsabilidad sobre el conjunto de las inconformidades, un grupo pensado como exterior a la sociedad, homogéneo y con gran autonomía. Atentos a este malestar que lesiona finalmente el modelo democrático, circuló tiempo atrás la pregunta sobre si “un cisne negro” podría emerger, considerando los casos de Emmanuel Macron, Jair Bolsonaro o Donald Trump.
De alguna forma era una puerta de salida fácil: alguien nuevo y misterioso capaz de resolver los problemas de un plumazo. No parece funcionar bien en ningún lado. La otra gran apuesta fue la “tercera vía”: el nacimiento de un liderazgo alternativo a quienes gobernaron en las últimas décadas y que podría prometer un “cambio de página” definitivo.
Sin embargo, hoy se terminará votando entre dos memorias. La más cercana en torno al estado de las cosas en estos años del ciclo político macrista. La más lejana es sobre cómo cada uno “recuerda” los “años K”. Era, cuya imagen es transmediatizada y narrada una y otra vez.
Se sabe que el pasado se reactualiza todo el tiempo, y las formas en las que se hace cobran especial relevancia entre los más jóvenes: los primeros votantes de este domingo nacían en momentos en que asumía Néstor Kirchner, en 2003.
Lágrimas. Uno de los signos más curiosos de esta campaña fue el llamado a votar sin necesidad de tener argumentos, basado en la autoconfianza, para desde allí interpelar a su círculo más cercano. Esto implica una ruptura completa con el sueño racionalista weberiano y el ascenso de las emociones en la política o, mejor dicho, una política de las emociones. El pedido de emisión de un voto en ausencia de motivos va más allá de toda idea de una opinión pública como la pensó Jürgen Habermas, es directamente un reclamo al ciudadano para otorgar un mandato a un dirigente sin contenido crítico o reflexivo. Podría resultar sensato para un candidato que nunca tuvo la oportunidad de gobernar, pero suena extraño aplicarlo hacia gente con experiencia dirigiendo el Estado.
También las lágrimas de algunos candidatos sellaron el pasaje de las razones a las emociones.
Allí, las sensaciones sobrepasan al discurso político para pegar de lleno en las subjetividades, buscando el espacio donde los datos pierden sentido en un clima de mutua comprensión. La misma función han cumplido el uso de las metáforas como que estamos cruzando un río a nado donde la orilla lejana aparece lejana, o las clásicas referencias meteorológicas. Esas situaciones, a pura simbología, corren el costado analítico de los votantes para llevarlos a un terreno sensorial, no se piensa en las calorías consumidas en medio del río.
Bot-ar. Si tiempo atrás la emoción y los sentimientos eran patrimonio de la vida íntima, personal y si se quiere romántica, hoy se han vuelto parte de la escena pública. La televisión fue vanguardia en esto con sus reality shows al estilo Gran Hermano. Hoy el país completo se ha transformado en un enorme reality, donde la grieta ocupa un rol central, porque más que la discusión sobre proyectos políticos divergentes tiene que ver con movilizar las emociones, los odios y amores. En este plano es claro cómo los hate speeches (discursos del odio) han ido lentamente ocupando los espacios de interacción social, facilitados por el ecosistema de las redes sociales. Florecen los insultos y las acusaciones mutuas, se cancelan los intercambios de opiniones: el otro como enemigo. Como si fuera poco, en el medio del lío, aparecen los bots en las redes con mensajes desconcertantes. Por contrapartida también emerge un nuevo tipo de solidaridad basada en los afectos, más allá de la solidaridad mecánica, propia de la relación cara a cara de los pequeños pueblos, y de solidaridad orgánica propia de la gran urbe industrial. Quizás allí exista una nueva esperanza.
*Sociólogo (@cfdeangelis).