Por cortesía del editor, recibí hace un tiempo Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, que me sonaba como una escritora vasca. Dejé dormir el libro en la pila de novedades hasta que una reseña de Beatriz Sarlo en este suplemento me despertó curiosidad. Más precisamente, hizo sonar una fuerte señal de alarma en mi cerebro. Sarlo no dice exactamente lo que yo interpreté. Sólo afirma que la novela “muestra lo que se puede hacer con lo que se aprendió en la Facultad (de Filosofía y Letras)”, que es un “panegírico del mundo universitario” y que “a quienes conocen la abigarrada escena de la Facultad esta novela les resultará algo así como una carta escrita por un pariente próximo”. Pero yo fui un poco más lejos y pensé: “Si no sos de la Facultad, no podés leer este libro”. Y me quedé perplejo, absorto y deprimido. Un lector puede aceptar a regañadientes que los tratados de astrofísica o los simposios lacanianos lo dejen afuera, pero rendirse sin luchar frente a una novela es más de lo que su orgullo tolera. Después de todo, uno leyó el Ulises de Joyce y hasta intentó con El hombre sin atributos bajo la consigna de que las dificultades eran parte del placer.
Sin embargo, la lectura de la contratapa firmada por Daniel Link, que habla del roman philosophique, de lectura à chef y de comedia isabelina refuerza la impresión de que hay aquí una amenaza distinta, más bien parecida a la de quedarse afuera como un negro frente a un restaurante de Alabama en 1935. Uno no está acostumbrado a que la ficción tenga prerrequisitos que excluyan al que no posea el currículum necesario o no haya recibido la educación apropiada.
Porque no se trata de que la novela tenga lugar en un ambiente específico: después de todo hay best sellers que transcurren entre pilotos, espías o banqueros y tampoco es raro que los protagonistas de una novela sean estudiantes o que formulen teorías filosóficas o sociales (hasta Sabato lo hacía).
Después de leer la novela, las cosas resultan peor de lo que parecían. No es que el texto sea difícil. En El intepretador, una conocida publicación on line, solía aparecer una columna bajo el seudónimo de Elsa Kalish que se llamaba Las chicas de letras se masturban así. Las teorías salvajes (firmada también con un seudónimo y que desafía también el test de Turing sobre el sexo del autor) parece retomar ese concepto y potenciarlo hasta conformar un universo rutilante. En él se cruzan novedosas formas de vida articuladas en torno al sexo, pero también dependientes de todo el arte, la tecnología y la investigación social de punta. Además de una perspectiva pop, juvenil, alegre, que le permite a la protagonista, por ejemplo, disfrutar de su propia violación convertida en espectáculo pornográfico.
El terror que me produjo la lectura tuvo finalmente menos que ver con la falta de conocimiento que con la sospecha de que el mundo se estaba deslizando hacia una fase inalcanzable para mis anticuados y modestos recursos de toda índole. Vino a reforzar la sensación este curioso comentario de “Maiakovski” en un blog: “Si el promedio de los escritores argentinos actuales tuviera la formación cultural que supo tener el tonto Cortázar, que de jovencito leía a Valéry y Keats en idioma original y podía escribir sobre ellos con cierta fluidez, sumado a la experiencia histórica que hemos acumulado, a la segunda o tercera vuelta de la revolución sexual y al hecho de estar como chanchos con la teoría literaria, por un lado, y con todas las variantes, aun las más paupérrimas, de la cultura pop, por el otro, en veinte años seríamos los primeros del continente. Al menos en el mundo de la imaginación”.
No sé si esta cita es el resultado de la lectura de Las teorías salvajes, pero bien podría serlo. El autor puede estar en lo cierto y la novela de la misteriosa Pola Oloixarac convertirse así en el primer hito de nuestra literatura del porvenir.