En el budismo se contemplan cuatro sentimientos amorosos. El primero es el amor tal como se profesa de un ser a otro. El segundo es la compasión, el tercero es la alegría compartida, y el cuarto la ecuanimidad. En esa cosmovisión, la compasión es definida como el deseo de alejar a los demás del sufrimiento. Nada que ver con lástima. Tampoco en su origen latino (proveniente de compassio, compadecer) compasión remite a lástima. En todas las religiones y filosofías se la entiende como la capacidad de comprender el sufrimiento del otro, de hacerlo propio y convertirlo en acción.
Es fácil ejercitar la compasión con aquellos que conocemos, que forman parte de nuestro círculo íntimo, con los que compartimos ideas y proyectos, con los que tenemos afinidad y nos agradan. Pero no es ése el camino que permite acceder a la empatía. Esta se manifiesta cuando podemos comprender como propio el sentimiento de cualquier semejante. Y se aprende, según Daniel Goleman, el introductor de la categoría inteligencia emocional, explorando y conociendo el propio complejo de emociones hasta reconocerlo en los demás. Reconocerlo significa sentirlo. Comprendo y comparto lo que sientes porque lo conozco, lo he sentido.
Sin compasión no hay verdadero liderazgo. Hay jefatura. Comandancia. Los atributos que brinda e impone un rol, pero no comunicación ni inteligencia emocional. Los repetidos silencios del actual Presidente ante hechos en donde se perdieron vidas humanas y sufrieron familiares y allegados a las víctimas (el ARA San Juan, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel) muestran un default de compasión, más allá de los diferentes contextos de esos hechos. Y llevan a imaginar o sospechar especulaciones políticas no sólo fuera de lugar, sino extremadamente alejadas de la compasión y la empatía. Ni hablar de las vergonzosas e imperdonables fugas de los Kirchner en circunstancias parecidas. En lo que ambas actitudes convergen es en que demuestran que nuestra sociedad carece de líderes compasivos. Sólo cambia de jefes.
No se trata de un hecho menor, porque, como bien señala la filósofa Myriam Revault D'Allones, de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París, en su ensayo El hombre compasional (Amorrortu), la democracia no es sólo una forma de gobierno, sino un tipo de sociedad, un estilo de existencia, un modo de relación entre las personas, que incluye la compasión. Es un modo de estar juntos que comprende también, y en primer plano, lo emocional. Con la democracia, añade, nace el registro del otro. Al revés de la aristocracia, en donde las simpatías son sólo hacia los de la propia casta.
En un interesante trabajo que tuvo su auge hace unos años, titulado El Tao de los líderes (Nuevo Extremo), John Heider, psicólogo y profesor de liderazgo en el Instituto Esalen, de California, decía que un líder, además de guerrero, debe ser curandero. Hallarse abierto, receptivo y nutritivo. Expresar, en palabras de Heider, su lado Yin o aspecto femenino. Algo alejado de la realidad política argentina, en donde el machismo campea a sus anchas. Basta con mirar el gabinete, las reuniones de gobernadores, los cargos principales en el Congreso y en los partidos y las reuniones de mesa chica en las que se concretan los enjuagues. Lo demás es verso. Machismo y compasión no se llevan.
Según dijo el Presidente, hay que respetar el tiempo de los familiares. ¿Una muestra de empatía viola esos tiempos? Difícilmente una frase así hubiese partido de los labios de Ghandi, de Mandela o de la Madre Teresa. Por supuesto, nadie pretende emulaciones tan asimétricas, pero sí cierta proactividad emocional. Porque el liderazgo compasivo (que sabe ser firme y flexible armónicamente) exige e incluye proactividad, no sólo para buscar inversiones, sino para el acercamiento humano. E inteligencia emocional. Ese tipo de líder, dice Heider, se da tiempo para alimentar su ser y el de los demás. Y para Revault D'Allones la compasión no puede ser hacia “las masas” (o “gente”). Exige mirar y reconocer personas. Porque la empatía encarna o no existe.
*Periodista y escritor.