No sé si Henry David Thoreau es muy conocido en la Argentina. Sin duda lo conocen los ecologistas, los hippies letrados y quien vio muchas veces Into the Wild, de Sean Penn, la película sobre Chris McCandless. Sé de buena fuente que hay algunos que consideran Walden o la vida en los bosques, el más famoso libro de Thoreau, algo así como una biblia sobre la vida en soledad y al aire libre. Peor en los Estados Unidos, Thoreau es unánimemente considerado un filósofo muy importante, como lo demuestra la cantidad de programas especiales, congresos y celebraciones por los doscientos años de su nacimiento, programas, congresos y celebraciones que, como suele ocurrir en estos casos, llegan después de meses de artículos sobre el autor y libros que analizan su vida y su obra y muestras sobre su vida y su obra. El simple hecho de que en Estados Unidos sea considerado un filósofo de renombre debería hacernos levantar sospechas –un filósofo de renombre puede ser alemán, a lo sumo austríaco e incluso francés, pero no puede ser ni brasileño, ni boliviano, ni estadounidense.
Oportunamente leí Walden y Desobediencia civil, y felizmente me había olvidado de él hasta que hace unos meses apareció Una vida sin principios (Ediciones Godot). Pensé que tal vez mis incursiones anteriores se habían dado en el momento equivocado, así que leí Una vida sin principios, lo que me llevó a darme cuenta de que la culpa no la tuvo el momento, que es algo que pasa exclusivamente entre Thoreau y yo. Puse en dudas muchas veces mis impresiones, e incluso confronté esas impresiones con lectores devotos de su obra, pero el resultado se asemeja a la afirmación de Gino Germani a propósito de Ezequiel Martínez Estrada: “Hice un análisis de toda su obra para ver qué había en ella de rescatable. Y no hay casi nada”. Semejante aseveración sumió a Martínez Estrada en el ostracismo del que recién desde hace pocos años consiguió liberarse, en cambio una afirmación mía no tendrá ese efecto, por lo que con toda tranquilidad puedo despacharme calificándolo lisa y llanamente de idiota sin temor a que su legado sufra un descarrilamiento, ni siquiera un sacudón, una frenada. “De acuerdo con mi experiencia –dice Thoreau en cierto momento–, nada se opone tanto a la poesía como los negocios”, lo que a fin de cuentas suena a una frase dicha por un nonagenario logorreico en la cola del supermercado un sábado a la mañana. “Este mundo es un lugar de negocios –dice nuestro autor–. ¡Qué ruido infinito! Me despierto casi todas las noches con el mecánico jadeo de la locomotora. [...] Sería glorioso ver a la raza humana en calma por una vez. No hay nada excepto trabajo, trabajo, trabajo.” Esos párrafos me hacen acordar al Emilio Salgari de Las maravillas del 2000, pero en sentido inverso: Salgari, que se equivocó en todas sus previsiones, comprendió en 1907 que el siglo XXI iba a ser no tanto el siglo de la velocidad sino el siglo del ruido. A mediados del XIX a Thoreau ya esos leves jadeos ya le resultaban insoportables.
Sus lectores devotos esgrimen que Desobediencia civil es maravilloso, donde por primera vez se explica cómo los ciudadanos no deben obedecer a su gobierno si no están de acuerdo con sus políticas. No pienso corroborarlo, pero la historia de las ideas demuestra que, al menos en Occidente, todo fue pensado por los griegos en el siglo IV a.C.
Walden cuenta los dos años que Thoreau transcurrió en total soledad viviendo en una cabaña en un bosque cerca del lago Walden. Pero hay que aclarar que la cabaña de Thoreau no estaba tan aislada como él decía: a menos de dos kilómetros vivía su amigo Ralph Waldo Emerson. Si eso es la soledad...