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Sonar o no sonar

Aunque los planos son bellos, son demasiados y demasiado cortos, como si la película tuviera que contenerlo todo.

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| Cedoc

Un amigo me manda el link a un cortometraje. Lo miro, me deja indiferente. Le contesto que no lo entendí, como me pasa con todo el cine francocanadiense. El origen es lo único que retuve de la película, además de que dura nueve minutos. Mi amigo replica: “Sí, es oscura, como toda película poética. Me interesan sobre todo los carteles de comienzo, donde se cuenta que los chicos llegados a un punto no quisieron ser filmados. Y me gusta que los realizadores de todos modos hayan hecho algo con lo poco que tenían”. 

Prometo verlo de nuevo y lo hago para confirmar mis prejuicios. De hecho, siempre me pareció que el cine llamado poético era una contradicción, cuando no una estafa. Pero esta vez le presto más atención. El primer cartel dice (en inglés): “Esta película fue realizada en la reserva indígena de la península de Gaspé en Quebec”. El segundo cartel dice: “Se alentó a los chicos indios a que hicieran muñecos inspirados en las leyendas de la tribu Mic Mac”. El tercer cartel dice: “Pero más tarde dudaron en mostrar las figuras primitivas que habían hecho...” viene el cuarto cartel.. “porque, dijeron: ‘La gente se podría reír de nosotros’”. Los carteles están sobre fondo negro y tanto el segundo como el tercero contienen, además del texto, recortes de planos fijos con imágenes del lugar. Luego de dos planos más con esas características, vendrá uno a pantalla completa de la luna y luego de un perro. Una música moderna, expresiva, que evoca cierta atmósfera de terror (estilo “Pedro y el lobo”), acompaña la secuencia, que será interrumpida por una de trabajadores del lugar recogiendo mejillones durante la marea baja con las piernas sumergidas en el agua. Luego hay un plano de pájaros muy grandes volando sobre el mar que se combina con el siguiente, el de unos chicos muy chicos corriendo por la calle. Entonces, a los dos minutos y medio, se ven por primera vez restos de los muñecos, que son realmente atractivos: pero esto ocurre mientras la cámara se mueve hacia adelante en el bosque y la música subraya la atmósfera de terror. Luego hay una sucesión de planos de ojos, de niños, de perros, de caballos, de otros niños. De un ojo se pasa a otro. Vienen imágenes de chicos jugando, hombres trabajando, muñecos, imágenes del mar, una voz de mujer que canta en una lengua para mí desconocida, después una mujer grita, más chicos, más naturaleza, más muñecos, más naturalismo, más impresionismo, más exhibicionismo. Luego vuelven los planos negros con las imágenes recortadas y los títulos finales. 

Aunque los planos son bellos, son demasiados y demasiado cortos, como si la película tuviera que contenerlo todo. Pero no me interesa casi nada y no me parece que los recursos con los que contaban los cineastas fueran limitados. Filmado en 1964, el corto está hecho en película y los cineastas pudieron usar las palabras “indian”, “tribe, “primitive”, que hoy están prohibidas, sin que los acusaran de paternalistas y opresores. En estos días, un cineasta amigo duda si agregarle música a su última película o dejar solo las imágenes y el sonido ambiente. Vuelvo al corto canadiense y descubro que es un corto mudo, en el que la música sustituye al sonido. Desde los comienzos del cine anda rondando la idea de que la falta de sonido directo es lo que lo vuelve un arte.

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