Cómo no nos dimos cuenta cuando vimos las caras digitalizadas de Pacino y De Niro que se iba a venir una catastrofe. El buen cine, decía Bergman, se parece a los sueños, por eso Tarkovski es un maestro. Pero en los sueños empiezan las responsabilidades. Y por lo general nuestros seres queridos que aparecen en ellos no necesitan tener el rostro digitalizado para mostrarse más jóvenes.
Es un día de sol, estamos en la cama donde seguramente fuimos concebidos, mis dos hermanos y yo. Mi padre tiene la que para mí es su mejor edad: 45 años. Está tirado en la cama y nosotros encima de él. ¿Es un sueño, es un sueño?, pregunto. No, me dice uno de mis hermanos, es papá que volvió del hospital, ¡le dieron el alta! Entonces es tanta mi alegría que me arrodillo a su lado y me pongo a agradecer y llorar. Mi padre me acaricia.
Yo me bajo de la cama. Preparo el mate matutino y recuerdo ese gran final de una película de Aki Kaurismäki donde una mujer que estaba en el hospital y todo indicaba que iba a morir, en la última escena aparece vestida frente a la sorpresa de su marido y le dice: “Me curé, me curé”. O esa otra escena de Ordet, de Dreyer, en la que el loco consigue hacer resucitar a su cuñada a la que están velando. ¡Qué potencia tiene esa resurrección! Es la única en la que creo.
La cama donde dormíamos o veíamos television en familia, la mesa donde comíamos. Algo tienen las cosas que las hacen trascendentales. No por nada Heidegger, en sus últimos años de vida iba a una antigua iglesia, no porque creyera en Dios, sino porque ahí residía la esencia de muchas vidas pasadas.