Para concluir un discurso tan emocional como eterno, el presidente recurrió a La tempestad, de Shakespeare; en la escena inicial, un contramaestre desafía a la tormenta: “Y ahora viento, sopla, sopla fuerte, haz lo que quieras tempestad, que tengo espacio para maniobrarte…”. El líder parafraseó al bardo: “Sopla viento fuerte, sopla tempestad, que tengo Asamblea para maniobrarte…”.
El año era 1999 y el presidente venezolano Hugo Chávez inauguraba una Asamblea Constituyente, apurada porque el Poder Legislativo no le respondía. Su “eterna” Constitución –la 26a de Venezuela– no duró veinte años. La república murió finalmente el mes pasado, cuando su sucesor, Nicolás Maduro, apuró una nueva asamblea para supeditar esa Constitución, una vez más para eliminar un parlamento opositor. El objetivo que eludió a Chávez en vida puede ahora lograrse en su muerte.
Venezuela importa. El populismo mesiánico y mediático que vivimos en carne propia en Latinoamérica y que hoy preocupa a las élites en Estados Unidos y en Europa fue engendrado en las afueras de Caracas en los 90. Lo que Chávez no pudo hacer en un golpe en 1992 lo hizo creando un “movimiento” que destruyó el sistema de partidos venezolano, llegando a la presidencia democráticamente en 1998. Su gobierno ha sido aplaudido por sus esfuerzos contra la pobreza. Lo mereció.
Pero siempre hubo tendencias autoritarias debajo de la superficie redistributiva. Su paternalismo televisado inventó la exaltación del Estado en un momento donde se encontraba en retirada en otras latitudes, víctima de un falso “fin de la historia”. El líder mesiánico nunca buscó sanar heridas sociales; de ellas dependía su revolución maniquea para liberar “al pueblo” de “las oligarquías”.
La “voluntad popular” siempre terminaba siendo la suya. Ni el pobre Bolívar de su “república bolivariana” pudo escapar su hiperactividad, exhumado en 2010 para probar una falsa teoría sobre su muerte. Dicen que las revoluciones devoran a sus hijos. Esta los exilió; y quien quedó fue empleado, en una orgía de nepotismo y corrupción.
Chávez nunca admitió debilidad: su teleología de la historia trascendía obstáculos. Esa fuerza de voluntad fue aplicada contra empresas privadas, medios independientes, y eventualmente todo disidente. Todos perdieron, arrinconados por el Estado chavista.
En vida, ni las cortes ni las constituciones pudieron con su voluntad. Sólo el cáncer. Pero antes de morir, Chávez entendió que su régimen necesitaría a las fuerzas armadas que lo habían visto crecer. Maduro no viene de los cuarteles, pero de ellos depende. Hoy son las fuerzas armadas que contrabandean petróleo y droga. Si se quiere, son una corporación diversificada.
Lo que ni Maduro ni sus generales pudieron detener fue la elección legislativa de diciembre, donde una oposición logró una mayoría. Pero en marzo una Corte Suprema decretó la suspensión legal del Poder Legislativo. Fue entonces cuando el régimen abandonó hasta la carcasa del republicanismo. Es un testamento a la legitimidad de la democracia que los autoritarios de ella se disfrazan.
Maduró recurrió al espíritu de Chávez: organizó una Asamblea Constituyente con el objetivo explícito de supeditar al Poder Legislativo, “un superpoder… por encima del resto”. Lo que siguió fue la elección latinoamericana más sucia en treinta años. La oposición boicoteó la farsa, organizando un plebiscito donde 7 millones de venezolanos la rechazaron. Fue conveniente que el chavismo anunciara más de 8 millones de votos; sin ironías, una comisión electoral adicta declaró “sorprendente” el resultado. Reuters obtuvo datos mostrando que sólo 3,7 millones votaron. Smartmatic, proveedora de máquinas de voto electrónico, no pudo “certificar el resultado por manipulación”. Parecen las “elecciones” de la restauración borbónica en el siglo XIX español, donde literalmente hasta los muertos votaban por los conservadores.
A pesar de las protestas, Maduro inauguró su nueva asamblea, que rápidamente despidió a la fiscal general y a funcionarios públicos que no votaron. ¿Cómo saben? Porque el gobierno tiene un nuevo “carnet patriótico” –de nuevo, sin ironías– que registra tanto raciones alimenticias como votos.
A pesar de la disposición militar a reprimir con fuerza letal protestas civiles desarmadas, millones de venezolanos salieron a las calles a defender su república. Decenas de muertos y cientos de arrestados después, siguen ahí, peleando mientras el mundo mira.
La liberación del pueblo ideada por Chávez no debía terminar con su régimen disparando a civiles desarmados. Sin embargo, así culmina, no a pesar del líder mesiánico, sino precisamente por él.
Hoy los sesgos ideológicos esconden una verdad incómoda: Venezuela es una dictadura totalitaria en el corazón de un continente democrático. Tiene más prisioneros políticos que China o Cuba. Tal es su bancarrota moral que la sucia riqueza de su nueva oligarquía –que a los heredemos del régimen se les escapa por Instagram– termina en los mismos paraísos fiscales que en otros tiempos preferían aquellos odiados neoliberales.
Los que de Chávez recibieron aportes electorales y contratos de consultoría ahora no dicen nada. En Latinoamérica en particular, hay un silencio que dadas las circunstancias es vergonzoso. Hay organizaciones heroicas que en otras épocas lucharon contra genocidas autoritarios y hoy miran a otro lado. Si las tumbas no discriminan por ideología, tampoco deberíamos hacerlo nosotros.
Si Venezuela todavía tiene aliados en la OEA, es hora de bloquearlos. El Mercosur la ha suspendido; gracias a los populistas no puede hacer más. Los cancilleres latinoamericanos pueden ofrecer declaraciones, pero poco más si los grandes poderes siguen comerciando con Venezuela. Las administraciones de Obama y Trump han impuesto sanciones contra los líderes chavistas, ahora contra Maduro. Es necesario ir más allá, en busca de los fondos corruptos en paraísos fiscales. Estos pueden ser usados para forzar una negociación real con la mediación del Vaticano.
El problema es que otros callan. La Unión Europea que denunció la asamblea sospechosamente no impuso sanciones. Mirar a Rusia y a China buscando soluciones es inútil, preocupados como están por sus inversiones. No son ellos los poderes a los que confiar la protección de los derechos humanos, algo que en la región olvidamos convenientemente en los años de inversiones gordas.
En su retórica heroica, a Chávez se le olvidó que el contramaestre de Shakespeare no detiene la tormenta. Sólo su caos redime al reino. Otro británico, Edmund Burke, imaginó el destino de la revolución bolivariana cuando observó la francesa: en las barricadas, soñaban con la liberación del pueblo de sus opresores, pero ahora, “en cada plaza se ven sólo las horcas”. En una era desprovista de hegemonías, Venezuela nos recuerda que existen destinos peores que el liderazgo global estadounidense.
*Director ejecutivo de Greenmantle. Investigador de la Escuela Kennedy de Gobierno de Harvard.