Para el comentador de libros también es tiempo de sequía. Son los fatídicos meses del verano: la publicación de literatura se reseca. No es que los novelistas dejen de narrar ni tampoco que los poetas hoy por hoy no versifiquen; es que buena parte de las editoriales, aunque no todas, se entregan con privilegio a los libros de mero esparcimiento, libros de playa que no vale la pena reseñar. Por ende al comentarista de libros, aunque colabore aquí y allá, en esta época lo convocan menos. Le piden paciencia, le piden que espere; ya lloverán otra vez las novedades cuando se acerque el otoño, o bien la Feria del Libro, que es casi lo mismo. Pero entretanto el comentador, que si no comenta no cobra, tiene que pagar las expensas, la luz recargada y el gas; más el tándem del alumbrado que es barrido y es limpieza. Y no solamente eso: tiene que pagar también la AFIP. Porque como nadie desconoce, y en nombre del riesgo profesional, aunque no perciba un centavo tiene que tributar lo mismo. ¿Tributo de qué, si nada ganó? Tributo de perdedor, de no haber ganado nada.
El comentador de libros es una figura decisiva en el quehacer nacional. A la patria la sostiene la educación y a la educación la sostiene mayormente la lectura. Y él se ocupa de eso ni más ni menos: de orientar a los lectores, sugerir algunos títulos, proponer sentidos posibles en los libros que aparecen. Una tarea fundamental para forjar un gran país. La sequía lo tiene mal; mira al cielo y mudo implora el riego de los textos que lo devolverán a la actividad. Mientras tanto ahí en su casa, donde relee libros viejos, espera el gesto que cree que se merece: que lo subsidien, que lo eximan, que no le retengan nada aunque sea por ahora.