No es la primera vez que asoma la pregunta: ¿es posible un teatro sin presencia real? Lejos de ser el tema más acuciante de hoy, la preocupación ni siquiera es nueva. Los que hacemos (hacíamos) teatro la enfrentamos hace años ante el supuesto avance del cine, la TV, la web, el youtubismo y el tiktokismo, en ese estricto orden.
Diversas instituciones suben a sus redes obras de teatro filmadas. El teatro se “libera”. Muchos somos reticentes a esa práctica; tememos que la gente diga “vi tal obra” en vez de decir “estuve en tal obra”. Algunos teatros ya lo están previendo, lúcidamente, como uno en Gotemburgo, Suecia, que nos pide textos para ser filmados y lanzados a la web, ya no como teatro sino como “narraciones con personas que se mueven”, lo cual tampoco es cine, ni serie ni nada que conozcamos. Tampoco se nos paga, no hay con qué.
Una lógica del teatro es la generación de expectativa: aquello que transforma al público (la polis) en espectador (el que espera consecuencias). Esto requiere técnicas específicas, que caen por tierra cuando entra en juego una cámara que ve y dirige. Todo registro es distorsivo pero es lo que hay, salvo que aceptemos al texto literario como partitura fija. Los posdramáticos entre nosotros no estarán de acuerdo.
La gente encerrada no muere de ganas de ver teatro filmado pudiendo ver películas o pornografía o clases de yoga o gifs del Papa. Creo que, cuando esto pase, se volverá al teatro a verificar lo sustancial: que es colectivo, que necesita el roce, la irritación de la risa ajena, el pudor de la conmoción del espectador vecino. Los teatristas habremos ganado todas las fichas que ahora se están perdiendo.
Claro que lo mismo puede decirse de cualquier forma de reunión, ahora vedada, como visitar a nuestros mayores, correr en el parque o acompañar a los hijos en las aulas.
Y ojo que cuando todo sea virtual, nada realmente lo será. Cuando lo virtual ocupe todo el espectro de lo perceptible, será otra vez llamado lo real.