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Transitando la llanura

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Es aristotélicamente sabido que para ver algo claro es necesario estar afuera, no involucrado directamente en el asunto. Lo saben los que miran a los aficionados jugar al ajedrez y lo saben los lectores de El nombre de la rosa, cuando William de Baskerville necesita salir del laberinto para, mirándolo desde afuera, discernir a la perfección cómo está hecho. Tengo un amigo mexicano, que vive en Buenos Aires, a quien le interesa la literatura argentina mucho –pero mucho– más que a mí, que tiene la desagradable impresión de que nuestros escritores son bochornosamente aburridos, carentes de talento e injustificadamente cretinos –dice “injustificadamente” porque para el desarrollo del cretinismo hace falta al menos un botín, aunque más no sea intelectual, para encarnarlo, y en nuestro caso, al parecer, no hay ningún botín en juego.

Dejando de lado que suelo estar en todo de acuerdo con mi amigo, nunca pude estar más de acuerdo que en esta ocasión. Con una salvedad: él habla del tránsito de la literatura argentina por una meseta (una llanura me gusta más), y dada la situación inequívoca de ese tránsito, trato de convencerlo de que no se puede estar continuamente en la cima, y que de vez en cuando hay que bajar. Mi amigo no habla de la ausencia de figuras ilustres como las de antaño (a mi amigo, César Aira no le mueve un pelo; lo cual no tiene nada de malo, pero en eso disentimos), sino de la chatura general, del llano creativo, justamente.

Thomas Edward Lawrence, ese huérfano post victoriano, no entendía a aquellos que adoran escalar montañas, y “esa permanente sensación de estar siempre subiendo”. El tránsito por la llanura, a su modo de ver, tiene el privilegio de permitir el desenvolvimiento del paisaje a la altura del horizonte, algo mucho más enigmático y placentero que ver ese mismo desenvolvimiento por mera ascensión. De modo, le digo a mi amigo, que no tiene nada de malo transitar la llanura, todo lo contrario. Pero él me interpela –a los mexicanos les encanta discutir, no como a mí– y me dice que de acuerdo, pero que en todo caso los escritores argentinos sufren de un mal para el que probablemente haya un nombre, pero que él lo desconoce –y yo también–, mal que consiste en transitar una llanura teniendo la impresión de que se está ascendiendo.

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Llegado a ese punto, no tengo nada que decir, pero él insiste en que, como si eso no bastara, el escritor argentino se dirige al mundo como si estuviera en la cima del Everest o del Nanga Parbat, y que eso sin duda implica un desajuste, una miopía o, cuando menos, una visión desajustada del valor intrínseco que cada uno tiene por el simple hecho de dedicarse a escribir –o de intentarlo. Me parece que, cambiando alguno que otro verbo, es una definición precisa del ser argentino, de modo que elijo cambiar de tema.