En los años 20, el filósofo Max Scheler escribió algo que parece pensado no sólo para la Argentina de hoy, sino para el atribulado mundo de decadencia que estamos viviendo: “A diferencia del conductor de la economía, el estadista debe defender la primacía de la política respecto de los intereses de las grandes organizaciones económicas. El conductor económico siempre llevará los problemas económicos, aun en el plano de la alta política, a un nivel prioritario y estará inevitablemente interesado en ello. Por esto, precisamente, no puede ser hombre de Estado, por su límite profesional...” (El santo, el genio, el héroe).
Este es el problema grave de la política occidental de nuestro tiempo: el estadista ya no conduce, es conducido.
El economicismo se presenta como el último rostro del nihilismo que amenaza física y moralmente a Occidente: una Gran Maquinaria de intereses que crecen y se multiplican como independizados de toda voluntad humana. El llamado progreso empieza a parecer una fatalidad. El aparato tecnológico-financiero se produce con automatismo perversamente independizado de la voluntad de pueblos y gobiernos. El político es arrollado por las necesidades de la máquina de desarrollo, presentada como modelo único e ineludible. Deja de responder a su mandante, el demos. Procede como alelado o hipnotizado por un enorme poder oculto. Queda en falta ante sus propias ideologías, sus tradiciones y hasta ante la voluntad incierta de pueblos perplejos por el poder avasallador e invasivo de esa Gran Maquinaria que ya se impone sin consideración alguna ante el “factor humano”. En su aspecto tecnológico, la Gran Maquinaria corre raudamente como si hubiese entrado cómodamente en el siglo XXI y aún más allá; mientras, en lo social, ético y humano, estamos como regresando a una indigencia, a un doloroso retraso decimonónico de una sociedad de opulentos (pocos) y marginados (muchos).
En Europa se expande la conciencia de la crisis del liberalismo mal entendido como una especie del estalinismo de la eficiencia productiva y de la ganancia. Las aporías, o vías sin salida del sistema que pretende globalizarse olvidando el humanismo de sus orígenes, son ya manifiestas:
El crecimiento ilimitado y el principio de provecho, como leyes básicas de toda empresa, se estrellan contra el “muro ecológico”.
La competitividad infinita del capitalismo eficientista abusa de la realidad de tener que usar el factor humano como variable de todos los ajustes y la creciente desocupación. Este es el punto de fracaso del mercantilismo sin límite político. Se agiganta la distancia entre el tener y no tener y el ser y “los descartables”. El más competitivo será quien esté más cerca de la desocupación, de la esclavitud de la masa trabajadora o de la robótica en sustitución del trabajador. (Causó sensación en Alemania el sociólogo Reiner Zoll al revelar que si se emplearan a fondo las tecnologías de trabajo mecánico y automático de que hoy se dispone, la desocupación aumentaría en una semana de cuatro a nueve millones de personas y alcanzaría el 38% de la población laboral alemana.)
La macroeconomía –con sus leyes globalizadoras pensadas por los países en expansión– devora a la economía como manejo de la riqueza inmediata, de la polis. Las finanzas y los factores monetarios juegan y se reproducen virósicamente, más allá de la realidad de la producción y de los intercambios. Es como veneno separado del alacrán. Una enorme masa financiera satelital y fantasmal gira amenazantemente alrededor de la economía de los países-objetos-de-mercado.
Aquella ONU de “un país un voto” parece hoy una fábula. El directorio de naciones potentes o centrales, como las llamaba Prebisch, se arroga el principio de intervención. Desde la guerra de Irak, la Asamblea de Naciones de la ONU es ya un fantasma, y el Consejo de Seguridad está secuestrado y servilizado por el directorio. Cinco (o siete) mandan; el resto mira o hace morisquetas.
La Gran Maquinaria nihilista desafía a un viraje que nos posibilite un futuro humano. (Esta frase no es exagerada: la tecnología genética ya exige decisiones moralmente mucho más comprometidas que en el campo del desarrollo de la energía nuclear.) Pese al silencio sonoro de la desinformación mundializada, desde hace dos décadas se viene desencadenando la decadencia occidental. Las sociedades modelo, las triunfantes, tienen dentro de sus fronteras un inesperado Cuarto Mundo de desocupados sin consuelo, de jóvenes criminales, de drogadictos, de marginados de todo futuro. Son, además, sociedades que decrecen y envejecen. No se reproducen. Están pasando del confort del aborto fácil al suicidio de la infecundidad. Por ejemplo, un gran campeón, Japón: tendría en 2040 un 52% de la población con más de 65 años y sólo un 20% de trabajadores...
Estamos ante una imprescindible convocatoria de economistas, sociólogos y verdaderos estadistas. Hay que acomodar los criterios de producción, necesidad y consumo a la realidad geográfica, regional y cultural, erradicando el delirio del modelo universal y la perversa propaganda de “necesidades universales” que darían derecho al intervencionismo forzoso de bienes que se consideran bajo soberanía mundial.
Hoy la aventura consiste en enaltecer y preservar la calidad de vida. El esquema globalizador no fue pensado para los pueblos que deberán soportarlo y consumirlo, sino por y para las naciones, el capitalismo y el empresariado de la Gran Maquinaria en proceso de expansión. Va de Norte –activo– a Sur –pasivo–. Arrolla las burguesías nacionales, y ahora domina las débiles soberanías; pero los países son y quieren ser. Son existencias, no cifras. Las culturas nacionales son dominantes y resistirán el desafío ultrafinancierista sin rostro ni alma que en realidad está en su etapa final de extinción por exceso acumulativo, casi como cumpliendo el vaticinio de Karl Marx.
Nunca en la breve y brillante historia argentina tuvimos un momento de tan sumisa voluntad de no ser. Pareciera que nos desvelásemos para que la OTAN nos controle el Atlántico Sur, para que la DEA vigile nuestras malas costumbres, para que el FBI o la CIA nos espíen y neutralicen nuestra supuesta tendencia al armamento nuclear. Tratado tras tratado, rodaja a rodaja, congreso tras congreso, nos vamos transformando en un simpático conejón de pana azul y blanca.
Los argentinos nos hemos jactado siempre de no ser tontos. Nunca habíamos creído que los lobos se inventaron para beneficiar a las ovejas.
Escritor y diplomático.