Como acostumbraron al mundo en aquella época, Estados Unidos y Rusia, heredera del lugar que en el balance del sistema bipolar ocupaba la ex URSS, se pusieron de acuerdo el 22 de febrero y cinco días después, el 27 de febrero, un cese de fuego entró en vigor en Siria entre el régimen y lo que abstractamente se acostumbró llamar “oposición”, que no incluye a los islamistas –entiéndase el Estado Islámico, o DAESH, al-Nusra– y algunas que otras agrupaciones de la misma nebulosa categoría de “terroristas”. El acuerdo ruso-estadounidense no es poco como acontecimiento; luego de la cortesía, o el realismo, de Washington de darle continuidad al Consejo de Seguridad cambiando tan sólo el nombre de la silla de URSS por el de Federación Rusa, y, más aún, recompensar al “demócrata” Yeltsin admitiendo a su país como el octavo miembro del grupo de los países más desarrollados, la política de la primacía en un sistema ya unipolar en la sistemática ignorancia y marginación rusa en los asuntos internacionales empezando por Kosovo en 1999. Es, ironía del destino, el reconocimiento de la independencia de Kosovo en febrero de 2008 el que selló el fin de la pasividad de una Rusia en plena expansión y consolidación de la era Putin. Georgia ese mismo año, Ucrania desde 2013 y, sobre todo, Siria desde el inicio de la guerra, pero más visiblemente desde septiembre del año pasado marcaron el polémico retorno de Moscú al juego del balance de poder. En este sentido, los esfuerzos de cooperación del secretario de Estado John Kerry y el canciller Sergei Lavrov son significantes. Analistas como Thomas Graham del Jackson Institute y asesor en el Consejo de Seguridad Nacional en asuntos rusos en 2004-2007 reconocen el éxito de la diplomacia rusa en Medio Oriente, aunque traten de disminuirlo calificándolo como “táctico” y no “estratégico”.
Pero las apariencias engañan. Si bien la alianza estratégica entre Damasco y Moscú no admite cuestionamientos, la guerra en Siria está lejos de ser lo que durante la Guerra Fría se llamó una guerra “proxy”. No por lo menos en un sentido ajedrecista propio de la competencia bipolar.
Para empezar, los actores regionales involucrados en la guerra en Siria son varios, incluyendo principalmente a Arabia Saudita, Turquía y, en menor medida, Qatar y otros países del Golfo por un lado, e Irán y Hezbollah por el otro. En principio, con Turquía como miembro de la OTAN y Arabia Saudita y demás países del Golfo como principales compradores de armas estadounidenses se los puede pensar como aliados del campo occidental sobre todo por el denominador común del antiasadismo. Pero la realidad es mucho más compleja; de hecho, son los actores que más se quejaron del acuerdo y lo denunciaron amenazando con una intervención directa. La movida resultaría doblemente arriesgada por una potenciación de la amenaza terrorista y por un enfrentamiento directo entre Rusia y Turquía. Se entiende entonces la razón por la cual el descontento turco se manifestó en la escalada violenta de la represión a los kurdos en Turquía y el apoyo a los islamistas en Siria en sus ataques contra las posiciones kurdas. En cuanto a Arabia Saudita, su ofensiva se manifestó en la diplomacia coercitiva hacia el Líbano, negándoles a sus Fuerzas Armadas la financiación de 4 mil millones de dólares de armas compradas de Francia, rompiendo así con su compromiso anterior; acto seguido, Riad presionó a los miembros de la Liga Arabe para reconocer a Hezbollah como un grupo terrorista sin, por lo pronto, lograr un consenso general. Aunque resulte difícil relacionarlos empíricamente, es bastante obvio que el reino saudí condiciona su importante aporte económico al país de los cedros con el difícil, si no imposible, aislamiento interno del Hezbollah. El descontento de Washington con la obsesión turca con los kurdos, sus mejores aliados en la región, se hizo público; y la intransigencia saudí tiene las patas cortas por desestimar los serios problemas económicos que enfrenta: según informó Reuters, el miércoles pasado Arabia Saudita pidió a bancos internacionales un préstamo de 10 mil millones de dólares, la mayor suma en los últimos diez años, que se sumaría al préstamo en el mercado interno de 30 mil millones; si bien la noticia no tuvo un comentario oficial, Saudi Jadwa Investment estima que la caída del precio del petróleo en los últimos cuatro años generó una disminución del 16,4% de las reservas que en 2015 se habían reducido a 611,9 mil millones de dólares mientras el déficit de la monarquía wahabita registraba el récord de 98 mil millones.
Quizá hablar de “cese de fuego” sea exagerar la situación en Siria; la prudencia lleva al uso oficial de “cesación de hostilidades” o “tregua”. Aun así, el jueves pasado la ONU consideró que los resultados eran “visibles” en la disminución de las víctimas civiles y el encaminamiento de la ayuda humanitaria. El enviado especial Staffan de Mistura fijó el 10 de marzo como fecha de reanudación de las conversaciones en Ginebra entre el régimen y la oposición sin condicionar el evento por la continuidad de la tregua. Una forma de admitir que más que los enfrentamientos en sí, el desafío de Ginebra es la representación de las partes en la mesa de negociación donde la persistente ingenuidad del esquema de “régimen” y “oposición” deja afuera a los kurdos y los cristianos en el proceso de una refundación del país; y perpetúa el sin sentido de la pelea de la designación de los “terroristas”: la decisión de excluir a los “terroristas” de las negociaciones llevó a la creación de una lista de 163 organizaciones y facciones que los países que participan en el proceso sirio nombraron, sin lograr el mínimo consenso en torno a un documento.
*PhD en Estudios Internacionales de University of Miami.Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.