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Viaje al planeta de Max

Una nave nodriza se esconde en San Telmo, en el subsuelo del Museo de Arte Moderno.

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Una nave nodriza se esconde en San Telmo, en el subsuelo del Museo de Arte Moderno. Curada por Clara Barbero, la primera exposición antológica de Max Gómez Canle es una sumersión en una obra tan potente como singular. “Me di cuenta de que había descubierto un planeta, que yo podía visitarlo y traer cosas”, comenta sonriente Max. Sus pinturas y esculturas organizan una saga a la manera de un pequeño Louvre fuera del espacio-tiempo; una contrahistoria del arte girando en torno a un espléndido telón de paisajes americanos sobre una tarima carmesí.

Una antropología surreal sobrevuela la exposición. Es como si Max hubiera dado play a los fondos de la pintura renacentista europea (donde los virtuosos del pasado podían dejarse llevar por la fantasía), y una encantadora fauna de extraños avatares hubiera venido a reclamar esa tierra. Prismas, seres-cubo y montañitas antropoides, los habitantes de este mundo no son humanos, ni objetos ligados a una dinámica de producción humana (como podrían ser los zapatos de Van Gogh, que señalan al obrero, al trabajo, al valor). En la imaginación post Benjamin no hay nostalgia por el aura humana del pasado: las criaturas del universo digital tienen tanta realidad como el ciprés stricta de los paisajes florentinos de la tradición. Ellos también son sujetos románticos; los vemos hundirse en la contemplación de los abismos que habitan.

Nacido en 1972, Max es un neoplatónico. El acto de pintar es un eco de otro mundo: no sabe si ese mundo se construye a medida que lo pinta, o si su información preexiste y baja sobre su mano. Sus pinturas son túneles que nos permiten observar ese otro lado, regido por sus movimientos tectónicos, combinaciones vitales y leyes propias. Ley 1: el horizonte es siempre una línea de escape. Ley 2: el doblez (pasión barroca) está intervenido, mediado, aturdido: el sol se eleva límpido pero su eco sobre la tierra es una torre ominosa; los ciervos que abrevan de un arroyo se encuentran con hombres que simulan ser ciervos. Su sistema es un ritual de asociación alucinado, organizado por una voracidad serena y erudita, donde la historia del arte se ve sometida a mutaciones y nuevas biologías.

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 Flandes tardomedieval coexiste con los pixels, Giorgio De Chirico con el videojuego Minecraft, Lucas Cranach con Cándido López, las palmeras con las coníferas. “El pintor argentino y la tradición” podría ser la reseña imaginaria de Jorge Luis Borges sobre esta exhibición: la voluntad de apropiarse del territorio universal para contar el capricho de una periferia criolla (no por nada el paisaje americano en mutación domina el centro). El universo de Max Gómez Canle nace de una biblioteca: pasar horas eternas en la chacra de su abuelo en Neuquén con “La Pinacoteca de los genios”, las enciclopedias Espasa Calpe, libros de museos del mundo y guías de viajes.

Un recorrido posible comienza con un libro ilustrado: la Mona Lisa que devino mona enrulada. Mona Lisa es la postergirl del consenso de que existe una cultura en común, protegida por la guardia pretoriana de la civilización; pero ¿quién habita nuestro mundo? ¿Pueden la historia del arte cerrar los ojos ante sus nuevos habitantes, inmigrantes irreconocibles? ¿Hay un romanticismo para las máquinas y los hijos de las máquinas? La Mona Lisa hirsuta da a luz su propia aristocracia (un séquito de retratos de infantes y seres peludos, un cráneo con mil dientes), aunque a veces los pelos son el punto de vista, como si literalmente Max se abriera paso a través del trazo y la pared del museo fuera el precipicio.

Recorro la muestra y me imagino que soy un GAN, esos algoritmos que viven dentro de Google rodeados de todas las pinturas del mundo, a los que alimentan con patrones aleatorios de qué vendría a ser la alta cultura humana. ¿Qué imágenes necesitamos como cultura para sobrevivir? Esta pregunta de Werner Herzog dejó su huella en Max. Se preguntaba: ¿estamos generando, como cultura, las imágenes que necesitamos para sobrevivir? La historia de la pintura no es un reservorio sino una ola en movimiento, por eso Max piensa el acto de pintar fuera del tiempo.