Hace unos días renunció a su cargo de camarista en lo criminal y correccional, el Dr. Emilio Andruet, experimentado magistrado -hasta el 1ro. de Diciembre- con 16 años de ejercicio del cargo, el máximo de la carrera judicial.
Andruet, de 62 años de edad, estaba a solo 3 años de cumplir con la edad mínima de jubilación, lo que le hubiera garantizado un suculento ingreso de por vida en el caso de haber accedido a ese beneficio.
Ahora bien, sobre lo que me quiero detener es, por un lado, en los argumentos explícitamente esgrimidos por el renunciante, que resultan sumamente interesantes de analizar.
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En primer término, Andruet refiere haber perdido la vocación como juez, frente a lo cual cabe preguntarse si los funcionarios judiciales en general y los magistrados en particular -jueces, fiscales, defensores públicos- deben tener vocación para la función. Y la respuesta creo que debe ser positiva por la simple y sencilla razón que el de justicia es un servicio público, o sea, destinado a la satisfacción de intereses generales y no del propio funcionario. Para eso, esto es, para posponer el provecho personal en pos del ajeno, debe existir una disposición espiritual hacia ello.
La función judicial, especialmente la magistratura no debe ser, según mi punto de vista, un medio para obtener estatus social o una forma de lograr holgura económica. En esta dirección resulta inexplicable que, en muchos casos, la misma persona se inscriba e incluso rinda concursos para juez, fiscal y defensor público, cuando cada una de esas funciones se encuentran en las antípodas: el fiscal acusa, el defensor defiende y el juez decide. Es imposible tener vocación para labores contrarias.
En este marco entonces resulta muy apropiada la reflexión formulada por el propio Andruet cuando refiere que los funcionarios judiciales no pueden contar con una acabada formación si no han trabajado “de los dos lados de la barandilla”, o sea, en el ejercicio liberal de la profesión y, luego, en marco del Poder Judicial. Yo ni siquiera pido tanto, pero me resulta absolutamente inadmisible que haya jueces y fiscales que decidan sobre la libertad, el patrimonio y el buen nombre de otros ciudadanos, desde la caja de cristal que es el edificio de tribunales y sin haber prestado funciones, jamás, en una Unidad Judicial -donde se tiene contacto directo con las víctimas y con las fuerzas de seguridad en ejercicio de su labor- ni haber visitado la cárcel con un genuino interés por familiarizarse con la realidad que impone para el imputado, sus familiares, y miembros del servicio penitenciario, el encierro en esos establecimientos.
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Los estrados judiciales no son un púlpito ni los magistrados son dioses, por el contrario, son personas comunes que como ha dicho muchas veces un querido amigo -jurista de excepción-, no se distinguen esencialmente en nada del resto las personas. No hay nada que los haga seres especiales de moralidad superior y es precisamente por eso y por el carácter público de su servicio que es la humildad y la empatía lo que debería atravesar su actividad y eso es imposible de lograr si no existe genuina disposición espiritual, inclinación natural, y gusto por la labor.

Lo dicho hasta aquí no implica que muchísimos, e incluso la más amplia mayoría de los empleados, funcionarios y magistrados que ejercen la función lo hacen con dedicación y máximo esfuerzo, pero en lo que me permito dudar es si lo hacen por vocación.
Luego, Andruet refirió una suerte de hartazgo institucional a partir de distintas actitudes que refiere, al menos, como antiéticas de funcionarios y magistrados judiciales: la utilización arbitraria de determinadas figuras penales como la asociación ilícita; la crítica desmedida a otros funcionarios que se animan a formular objeciones respecto de este uso abusivo de esa clase de delitos; la utilización de los sumarios administrativos-disciplinarios contra algunos funcionarios y magistrados como medio de sumisión funcional de la que se sirve el TSJ de Córdoba para disciplinar voluntades y/o dar respuesta solo aparentes frente a reclamos sociales que desconocen la complejidad de la labor que ejercen jueces y fiscales; conductas de la vida privada de algunos magistrados que resultarían reveladoras de hipocresía e ineptitud para el ejercicio del cargo, etc.
En esta dirección la siguiente pregunta es: ¿deben los funcionarios judiciales satisfacer estándares éticos diferenciales respecto del resto de las personas?
En este caso la respuesta es también, sí. Y aquí el lector atento seguramente podrá objetar que, si son personas comunes, por qué deberían cumplir estándares éticos superiores. Y frente a esto la respuesta es la misma que al principio. Es el carácter del servicio que prestan, público, el que exige dicho cumplimiento.
Los funcionarios y magistrados judiciales ejercen el poder del Estado que no es otro que el poder que el pueblo le ha delegado y que se ejerce a través de sus agentes. Luego, utilizan y disponen de los recursos públicos. Además, ejercitan la coerción pública, esto es, el derecho que tienen de aplicar violencia física a los ciudadanos en nombre de la ley. Finalmente, con su labor restablecen el orden jurídico quebrantado por el delito y en esa dirección, son representantes de la legalidad y del valor que representa el respeto por la norma.
Son personas comunes, con las luces y sombras que tenemos todos, por eso no resulta exigencia una condición moral superior, sino solo la disposición absoluta a respetar y cumplir normas éticas propias de la actividad: respeto a la ley, integridad y honestidad, respeto y cortesía, discreción y prudencia, etc.
Ya lo dijo San Martín en una carta a su amigo, Tomás Guido, cuando hablando de sí mismo, expresó: “…estoy convencido de que serás lo que hay que ser; si no, eres nada”.